sábado, 10 de mayo de 2014

El encuentro terapéutico 7/7

Para activar esas tres funciones mencionadas y dejar que se despliegue ante nosotros el horizonte simbólico, el lenguaje que deberemos aportar al diálogo terapéutico tendrá que ser un lenguaje atenuado y desprovisto de toda idea de poder abarcarlo todo. Ya nos lo había advertido Jung en su “Medicina y Psicoterapia”, de 1945: “Cuanto menos sabe él [el psicoterapeuta] anticipadamente, tanto mayores probabilidades de éxito tiene la cura. Nada es más deletéreo que el comportamiento de rutina que pretende haberlo comprendido ya”. Habrá que saber transformarse en el tiempo de la misma manera que auguramos una transformación progresiva del paciente. Y cuando ya se haya intercambiado suficiente material desde esas premisas, alcanzada ya una cima suficiente educativa o simbólica, entonces, antes de despedirse, es bueno que las dos psiques que se dan cita en el espacio terapéutico, aborden un último nivel del encuentro humano, esto es, el nivel del diálogo pleno entre psiques.

Mucho se ha hablado de las dificultades de la psique del paciente para encarar francamente el diálogo con la psique del terapeuta. Resistencias, proyecciones, idealizaciones, racionalizaciones, inflaciones, identificaciones, cuando no lucha y competitividad aparecen una y otra vez para explicar las dificultades para alcanzar el diálogo pleno y la conclusión de aquella meta transformativa que es la individuación. Pero la experiencia es tozuda e iluminante. Las dificultades que puedan provenir de la psique del terapeuta no tienen por qué ser meras respuestas o consecuencias de las del paciente. En el fondo, si hablamos de encuentro humano, habríamos de ser muy claros y ecuánimes en este punto. A la hora del encuentro, puede faltar en un lado la empatía como puede faltar en el otro. Así va  a ser también para la intuición, la creatividad, el esclarecimiento y el consenso metafórico, la activación de la función simbólica y el aparecer del nivel creativo.

No, no es fácil seguir enteramente el proceso psicoterapéutico, no es fácil porque nuestras psiques son limitadas, por un lado, y porque además poseen cada una de ellas una sombra que, empeñada en la consecución de deseos desde claves puramente personales, aborrecen del cuidado y progresividad de ese lenguaje dual del encuentro que hemos llamado psicoterapia.

Es posible que el psicoterapeuta deba saber conjugar dos facetas muy distintas entre sí: la faceta de la preparación previa y la faceta empírica y propositiva. Sobre la primera hay muchas cosas escritas: la justa distancia, un buen uso de los tiempos, una plasticidad de conocimientos que le permita conectarse con el dolor y la psicopatología que aporta el paciente; la gestión del encuentro para que no existan dudas sobre la modalidad de pago,  las sesiones perdidas, las recuperaciones, la interrupción en vacaciones... etcétera. Pero la segunda faceta, justo complemento de la primera, es de mucho más difícil definición: se trata de saber reconocer en directo qué está sucediendo, tanto si existe algo nuevo, como si el encuentro está detenido y ya no progresa. Es ahí donde la sombra del terapeuta adquiere mayor relevancia.

Sabemos, por el estudio de la sombra de la patología, la facilidad con la que la sombra escinde, se proyecta, niega lo evidente o se realiza imaginalmente. Sabemos bien, incluso, por las lecciones que nos ofrecen Stevenson y Hoffman, el compromiso de la sombra con lo abyecto, la perversión y todas las temáticas oscuras. Pero si existe una sombra en lo colectivo, y aun en lo individual patológico, ¿dónde está la sombra del terapeuta?, ¿qué significa eso que se repite a lo largo de los años de análisis formativo de asimilar la propia sombra? Llegada la hora de ir terminando este ciclo de clases sobre el encuentro terapéutico, conviene que tengáis bien presente la sombra con que una y otra vez tendréis que hacer las cuentas: con la vuestra propia.

La filosofía de la sospecha, hasta la irrupción de la fulgurante obra de Kafka, parecía deshacerse de la temática de la sombra a través de un nivel continuamente crítico con el mundo en derredor. No hay peor sombra que la ingenua negación de ella, parecería ser el lema de esa corriente de pensamiento. Si la constatamos una y otra vez en el curso vital de nuestro mundo, entonces su peso, al ser reconocido y criticado, dejará de gravitar en nuestra psique. Ese es el lema que movió la entera psicoterapia freudiana: ir a la búsqueda de que el paciente reconociese una y otra vez su compromiso con lo perverso, con lo inútil, con lo infantil. Por lo demás, un terapeuta completamente enclavado en analizar esos elementos de sombra en la psique del paciente, debía permanecer en posición neutra, como si ese empecinamiento (caso de producirse) en el análisis de los materiales del paciente, fuera capaz de suspender la vigencia de la propia sombra. Pero la consecuencia de esa falta de ingenuidad no era otra, si se llevaba al extremo, que una cristalización persistente e inamovible de la ingenuidad del paciente, el cual no podía salir del circuito montado por la sospecha continua del terapeuta, debiendo permanecer como reo de una culpa multiforme, y no pudiendo salir de la dilemática situación transferencial.

Análisis terminable, análisis interminable... En ese dilema acababa por precipitar la psicoterapia freudiana, hasta que surgieron otras filosofías, la de la intersubjetividad, por ejemplo, que plantearon la cuestión desde posiciones claras pero ya no fijas, intentando implantar movimientos progresivos y de intercambio mutuo.

Por otro lado, poco a poco fue creciendo en el mundo la sensación de que el criticismo, por el mero hecho de serlo, no abolía el peso de la propia sombra, y no sólo, sino que era capaz de aumentarlo en grados extremos. Apareció la filosofía de la sospecha de la sospecha misma, poniendo el acento en el autocriticismo como posición equilibrada y prevalente para el abordaje de la crítica. A esta filosofía perteneció Jung, el cual intentó distribuir el polo de la atención sobre materiales psíquicos en ambos lados de la relación. De ahí apareció la psicoterapia entendida como un sucederse de fases, donde el acontecimiento dialógico y los recíprocos trasvases son capaces de enderezar la situación de partida, así como se hizo especial hincapié en la personalidad del terapeuta y la necesidad del análisis previo y la supervisión de casos.

La sombra del terapeuta, por consiguiente, sigue siempre ahí y ahí seguirá, inextinguible. O tiende a refugiarse ingenuamente en la confianza o quiere deshacerse definitivamente de ella. Sospecha y confianza, en dosis y momentos apropiados, siguiendo la empírica ley de la oportunidad, generan una tensión luz/sombra en la psique del terapeuta que puede tender al diálogo, a ese diálogo temporal (terminable, pues) y donde tengan cabida las críticas y las reflexiones, las esperanzas y el acuerdo. El encuentro terapéutico, más que de sustancias unívocas, va a depender de estas ecuaciones y de estas tensiones. Ahí es donde cabe estudiar el perfil del terapeuta, y la justificación del largo proceso didáctico y de supervisión al que se ve necesariamente abocado quien quiera convertirse en psicoterapeuta.

Por lo pronto, hay que decir también que esa sombra del terapeuta, que va a acompañar a la del paciente, puede sumarse al lenguaje que ambos se conceden bajo la forma de la limitación. Esa es una de las cualidades más importantes y positivas de la sombra: su capacidad de servir de contorno y límite. Sin sombra, el lenguaje terapéutico se expandería creyendo que todo lo puede iluminar. Pero la sombra, como nos recuerda el Trevi de “Metáforas del Símbolo”, puede servirnos aun de perfil, de límite, y de definición. El lenguaje terapéutico, ya en esta faceta de diálogo conclusivo, se abrirá delimitando su función al encuentro de psiques que se da en la psicoterapia: gracias a la sombra, entonces, el lenguaje del encuentro se deslizará ni más allá ni más acá de eso. 

Palma de Mallorca, Junio del 2001



Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
Infórmate sobre su próxima conferencia: La Pérdida en la Psicología Analítica.

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