1. El dolor expectante. La matriz del encuentro terapéutico
“Nosotros somos un coloquio. El ser del hombre se funda en el lenguaje,
pero eso auténticamente acontece sólo en el coloquio, mas ¿qué significa,
entonces, un coloquio? Evidentemente, el hablar juntos de algo. Es así que el
hablar hace posible el encuentro. El poder escuchar no es una consecuencia que
se desprenda del hablar juntos, sino que, antes al contrario, es su
presupuesto” Martín Heidegger
Como bien nos muestra esta cita de Heidegger, hablar y
escuchar juntos desprende un lenguaje que hace posible el encuentro. Pero lo
que convierte al encuentro en un encuentro terapéutico es el hecho que el
lenguaje que ahí se manifiesta contenga o conduzca elementos destinados a
aliviar el dolor o aflicción que sufre el paciente. En efecto, en el encuentro
terapéutico existen dos personas con las funciones bien delimitadas, el
terapeuta y el paciente: el que se asume la responsabilidad de portar alivio, y
el que sufre o padece algún tipo de dolor psíquico. El lenguaje usado en el
encuentro terapéutico tendrá
forzosamente que ver, pues, con la dimensión del dolor del paciente, con
esa expectación con que terapeuta y paciente despliegan su habla para buscar
vías que aligeren o palíen el dolor psíquico del paciente.
Sin
lenguaje, pues (sin habla y escucha), no puede hablarse de encuentro. Pero sin
dolor psíquico, el encuentro no puede denominarse un encuentro terapéutico. Por
consiguiente, el lenguaje, en psicoterapia, estará atravesado una y otra vez,
tanto en el habla como en la escucha, por la faceta del dolor. Y ese
atravesamiento podrá mostrarse tanto en la forma del lenguaje como en el
contenido, tanto en lo aludido explícitamente como en lo eludido y que se deja
ver sólo como supuesto. El dolor psíquico, ese dolor expectante (esa espera o
esperanza de que se dé lo terapéutico) es el fundamento del encuentro del que
estamos hablando, su factor base constitutivo, el elemento respecto del cual se
afianzará o no la psicoterapia a lo largo de su complejo proceso.
Bien, lo
que queremos decir con estas formulaciones es que el dolor está siempre
presente en el encuentro terapéutico, en el lenguaje de ese encuentro, siendo
su máximo protagonista. Pero ese protagonismo no depende de las palabras. En
realidad, el lenguaje mismo es algo más que palabras. Puede ser sentido,
semántica, todo lo que, siendo prevalente en las construcciones verbales,
precediéndolas incluso en ocasiones, no tiene que ser nombrado. Queremos decir
que el dolor puede mover el lenguaje y darle una cierta coloración, una cierta
tonalidad, una cierta ritmicidad o una cierta velocidad, sin afectar a los
elementos verbales en particular con los que se construye. Usando una vieja
definición, podría decirse que el dolor, cuando no es visible directamente en
los contenidos mismos del discurso, se presenta en el lenguaje en una vertiente
general, impulsando su movimiento en una
cierta dirección de estilo.
Eso lo
debería saber el terapeuta. Debe saber que el dolor expresado y que el
dolor impreso tienen idéntico peso en la vivencia del paciente, debiendo
escuchar y atender a ambos por igual. Es más, cabría interrogarse si una falta
de concentración en el dolor impreso (cosa que puede verse como un cierto
empecinamiento en relevar sólo lo expresado, intentando una y otra vez que el
paciente exprese su dolor en palabras) no pueda acabar por afectar
dramáticamente a la dimensión misma de la cura, a la esencia misma de su
profesión de terapeuta.
En efecto, es bien sabido que para
llegar a ser un psicoterapeuta, es necesario conocer en primera persona la
dimensión de paciente. El llamado análisis previo del terapeuta tiene como
fundamento, más allá de la patología, reconocer los núcleos de dolor instalados
en su psique, en la idea de que ese reconocimiento pueda ayudarle en su tarea
durante el proceso terapéutico, disminuyendo las posibilidades de contagio y de
proyección. Y esos núcleos de dolor, en muchas ocasiones estarán impresos en la
personalidad, ocultos en las variadas vicisitudes de la historia personal, o
bien celados en la disposición a convertirse en terapeutas. Esos núcleos de
dolor del terapeuta, si bien reconocidos (no necesariamente a través de
palabras o en confesiones), quedarán impresos en su memoria, facilitando el
reconocimiento general de que el paciente, cuando acude voluntariamente al
espacio terapéutico, sabe ya mucho de su dolor, aunque no siempre decida
expresarlo mediante palabras.
Consideramos
esto un aspecto crucial del encuentro terapéutico. Lo expresado y lo impreso
siempre deberán encontrar una ecuación compatible con las necesidades de
equilibrio de cada personalidad, pero debemos suponer que la personalidad del
terapeuta se haya convertido en más plástica, en más flexible, gracias a la
experiencia que se recaba del análisis personal, de su proceso didáctico, y del
encuentro terapéutico con cada paciente. Y muchas veces esa flexibilidad
adquirida hallará su medida en la capacidad de escuchar y comprender el
lenguaje del paciente como procedente, por mucho que las palabras de éste se
distancien de ello, de las dimensiones más profundas del dolor, un dolor que, a
mayor inexpresión, mayor impresión y más expectación va a producir en la psique
del paciente.
La
“demanda terapéutica”, entonces, se desarrolla siempre en el lenguaje. Sólo que
unas veces se expresa directamente como un reconocimiento del dolor y una
petición de ayuda, y en otras ocasiones la encontramos gravitando en el
lenguaje como formas de estilo, impresas profundamente en los lugares más
recónditos de la psique y en espera de nuestra participación.
Si así lo
entendemos, si somos capaces de recoger el dolor del paciente como lenguaje
fundador del encuentro terapéutico, independientemente de sus formas de
expresión, probablemente habremos soslayado una buena parte de los
“encontronazos” que pueden acompañar al choque de psiques que establece la
psicoterapia. (Clic aquí para pasar a 3/7.)
Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
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