sábado, 10 de mayo de 2014

El encuentro terapéutico 2/7

1. El dolor expectante. La matriz del encuentro terapéutico

“Nosotros somos un coloquio. El ser del hombre se funda en el lenguaje, pero eso auténticamente acontece sólo en el coloquio, mas ¿qué significa, entonces, un coloquio? Evidentemente, el hablar juntos de algo. Es así que el hablar hace posible el encuentro. El poder escuchar no es una consecuencia que se desprenda del hablar juntos, sino que, antes al contrario, es su presupuesto”  Martín Heidegger


Como bien nos muestra esta cita de Heidegger, hablar y escuchar juntos desprende un lenguaje que hace posible el encuentro. Pero lo que convierte al encuentro en un encuentro terapéutico es el hecho que el lenguaje que ahí se manifiesta contenga o conduzca elementos destinados a aliviar el dolor o aflicción que sufre el paciente. En efecto, en el encuentro terapéutico existen dos personas con las funciones bien delimitadas, el terapeuta y el paciente: el que se asume la responsabilidad de portar alivio, y el que sufre o padece algún tipo de dolor psíquico. El lenguaje usado en el encuentro terapéutico tendrá  forzosamente que ver, pues, con la dimensión del dolor del paciente, con esa expectación con que terapeuta y paciente despliegan su habla para buscar vías que aligeren o palíen el dolor psíquico del paciente.

Sin lenguaje, pues (sin habla y escucha), no puede hablarse de encuentro. Pero sin dolor psíquico, el encuentro no puede denominarse un encuentro terapéutico. Por consiguiente, el lenguaje, en psicoterapia, estará atravesado una y otra vez, tanto en el habla como en la escucha, por la faceta del dolor. Y ese atravesamiento podrá mostrarse tanto en la forma del lenguaje como en el contenido, tanto en lo aludido explícitamente como en lo eludido y que se deja ver sólo como supuesto. El dolor psíquico, ese dolor expectante (esa espera o esperanza de que se dé lo terapéutico) es el fundamento del encuentro del que estamos hablando, su factor base constitutivo, el elemento respecto del cual se afianzará o no la psicoterapia a lo largo de su complejo proceso.

Bien, lo que queremos decir con estas formulaciones es que el dolor está siempre presente en el encuentro terapéutico, en el lenguaje de ese encuentro, siendo su máximo protagonista. Pero ese protagonismo no depende de las palabras. En realidad, el lenguaje mismo es algo más que palabras. Puede ser sentido, semántica, todo lo que, siendo prevalente en las construcciones verbales, precediéndolas incluso en ocasiones, no tiene que ser nombrado. Queremos decir que el dolor puede mover el lenguaje y darle una cierta coloración, una cierta tonalidad, una cierta ritmicidad o una cierta velocidad, sin afectar a los elementos verbales en particular con los que se construye. Usando una vieja definición, podría decirse que el dolor, cuando no es visible directamente en los contenidos mismos del discurso, se presenta en el lenguaje en una vertiente general,  impulsando su movimiento en una cierta dirección de estilo.

Eso lo debería saber el terapeuta. Debe saber que el dolor expresado y que el dolor impreso tienen idéntico peso en la vivencia del paciente, debiendo escuchar y atender a ambos por igual. Es más, cabría interrogarse si una falta de concentración en el dolor impreso (cosa que puede verse como un cierto empecinamiento en relevar sólo lo expresado, intentando una y otra vez que el paciente exprese su dolor en palabras) no pueda acabar por afectar dramáticamente a la dimensión misma de la cura, a la esencia misma de su profesión de terapeuta. 

En efecto, es bien sabido que para llegar a ser un psicoterapeuta, es necesario conocer en primera persona la dimensión de paciente. El llamado análisis previo del terapeuta tiene como fundamento, más allá de la patología, reconocer los núcleos de dolor instalados en su psique, en la idea de que ese reconocimiento pueda ayudarle en su tarea durante el proceso terapéutico, disminuyendo las posibilidades de contagio y de proyección. Y esos núcleos de dolor, en muchas ocasiones estarán impresos en la personalidad, ocultos en las variadas vicisitudes de la historia personal, o bien celados en la disposición a convertirse en terapeutas. Esos núcleos de dolor del terapeuta, si bien reconocidos (no necesariamente a través de palabras o en confesiones), quedarán impresos en su memoria, facilitando el reconocimiento general de que el paciente, cuando acude voluntariamente al espacio terapéutico, sabe ya mucho de su dolor, aunque no siempre decida expresarlo mediante palabras.   

Consideramos esto un aspecto crucial del encuentro terapéutico. Lo expresado y lo impreso siempre deberán encontrar una ecuación compatible con las necesidades de equilibrio de cada personalidad, pero debemos suponer que la personalidad del terapeuta se haya convertido en más plástica, en más flexible, gracias a la experiencia que se recaba del análisis personal, de su proceso didáctico, y del encuentro terapéutico con cada paciente. Y muchas veces esa flexibilidad adquirida hallará su medida en la capacidad de escuchar y comprender el lenguaje del paciente como procedente, por mucho que las palabras de éste se distancien de ello, de las dimensiones más profundas del dolor, un dolor que, a mayor inexpresión, mayor impresión y más expectación va a producir en la psique del paciente.

La “demanda terapéutica”, entonces, se desarrolla siempre en el lenguaje. Sólo que unas veces se expresa directamente como un reconocimiento del dolor y una petición de ayuda, y en otras ocasiones la encontramos gravitando en el lenguaje como formas de estilo, impresas profundamente en los lugares más recónditos de la psique y en espera de nuestra participación.

Si así lo entendemos, si somos capaces de recoger el dolor del paciente como lenguaje fundador del encuentro terapéutico, independientemente de sus formas de expresión, probablemente habremos soslayado una buena parte de los “encontronazos” que pueden acompañar al choque de psiques que establece la psicoterapia. (Clic aquí para pasar a 3/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.


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