viernes, 25 de abril de 2014

Angustia y Creatividad 3-Final

3. La estrechez de la angustia y la preñez creativa. Una diferencia hermenéutica

¡Capta las formas e intuye
que todo es sombra,
si quieres,
o todo aliento!

En mi caso ocurre algo irregular:
pongo el proyecto en un molde,
sazono y horneo
con un poco de angustia segura
y, tras apenas dos horas,
retiro el producto
y lo sirvo, sin más,
en recipiente casual,
de poco peso y color amigo

Al aceptar el agobio procurado por la incertidumbre y por la carencia de un soporte instintivo suficiente, el hombre no se plantea ya una imposible vuelta atrás, sino un acatamiento de la condición humana, en primer lugar. Las cosas son como son, sería el principio, y no cabe la idea de tratar de tergiversar o manipular el concepto de precariedad que es connatural del ser humano.

Entonces, si se aceptan las condiciones generales de la vida, el ser precario y no obstante decidido, ni piensa en volver a los árboles (no sea que ni tan siquiera existan ya), pero vislumbra una temporalidad por delante suyo muy parecida al paso del tiempo en su cuerpo.

En esos momentos, cuando una vena de fatalismo se había hecho brecha en su corazón, hete aquí que aparece, como de la nada, un elemento que le sorprende sobremanera. No hay vuelta atrás; el paraíso está cerrado, quizá por obras, y, al quedarse desasido, acaso de un antiguo recuerdo del primer homínido, brota un instinto antes desconocido y propio del caminante: el instinto de juego, que tan bellamente profundizó y alabó Schiller. Se trata de un instinto antiguo, propio del animal tanto como del hombre. Pero en las manos del hombre, tan desacostumbradas al instinto y plenas de zozobra y agobio, éste va a resultar un arma muy poderosa en su denodada y apasionada búsqueda de equilibrio.

¿Qué es lo que mueve al hombre que se adentra irremediablemente en los senderos de lo desconocido? ¿Qué fuerza es la que genera aquel grito en la soledad que, tras mucho tiempo de espera solitaria, rebrota empáticamente en otro ser mediante un grito similar a la vez que ambos consensuan un sentido? ¿Cómo surgen el arte de la caza y el de la pesca? ¿De dónde? ¿Y los conocimientos de cosmología, de geometría, y el cálculo? ¿Y el lenguaje? Parece que no podemos imaginar ninguna producción propia del ser humano que no haya encontrado al instinto de juego como detonante necesario. Sí, sí, nada más y nada menos que el instinto de juego, curiosamente emanado de la aceptación de la angustia como algo natural y preliminar.

Es verdad que hay que dar rienda suelta al instinto de juego para apartarse durante un tiempo de los quehaceres de supervivencia y explorar apasionadamente el terreno de la naturaleza hasta dar con los esquistos de ocre suficientes para organizar y liberar cada pincelada. Y qué extraña concepción de la conservación y de lo práctico hay en esbozar sonidos intangibles, que se disipan sin más, pero en medio de una creación musical. En un principio, todo es efímero, como cada instante es efímero y la vida entera lo es. Efímera la pincelada, la melodía, el relato oral, la danza. Y siendo todo ello efímero, puesto que el instinto ha hallado su fuerza propulsiva en ese agobio y en esa estrechez producida por la acumulación de estímulos y señales que es la angustia, ¡qué manera de condensar una respuesta adecuada!

El instinto de juego es el instinto que el hombre encuentra en su deriva hacia lo desconocido, propulsado por una idea de angustia definitiva. Quizá por ello se muestre tan confiado, fácil de poner en acción incluso con compañeros de viaje encontrados por azar. Quizá, por ese mismo agobio también, resulte tan productivo…      

Ricardo Carretero Gramage
Palma de Mallorca, diciembre 2012

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miércoles, 23 de abril de 2014

Reflejo y reconocimiento en el proceso psicoterapéutico 5

Digamos que en un principio el hombre tenía suficiente con buscar imágenes reflejadas por la naturaleza. El agua conseguía dar una idea de la exterioridad de los cuerpos y de los objetos reales, además de una visión intuitiva de las profundidades, puesto que era confín, y sugería una sustancia interior, en sí misma y en el hombre que la contemplaba. Por mucho tiempo eso fue suficiente. Pero en un determinado momento apareció la técnica, y el hombre aprendió (por curiosidad o avidez, o por ambas cosas a la vez) a extraer y manipular los metales. De la mano de la técnica, el hombre siguió hacia adelante, abandonando siempre más la guía del sol y los astros, del agua y de la profundidad de sí. Es muy posible que se abriesen expectativas excesivas. La técnica situaba al hombre en una mayor autonomía, pero también en un mayor desamparo. De ese desamparo, una vez violados los templos y las entrañas de la naturaleza, el hombre se introdujo en la soledad y, quedando solo, tuvo necesidad, para distraerse, de una mayor cantidad de imágenes que le reflejasen, lo que llevó a la necesaria invención del espejo. Eso trajo consigo la salvaguardia exterior de la propia autonomía (el amor de sí, el espejo, el retrato), pero por ello tuvo que pagar un duro precio: el olvido de sí mismo, es decir, quedó sin sustancia, sin profundidad, proyectado en la multiplicidad formal de la naturaleza como simple apariencia de sí mismo.

Pues es verdad que uno puede espejarse sea en el agua sea en un espejo, pero no hay duda que existe una enorme diferencia entre la cualidad y calidad de las imágenes obtenidas. Para empezar, la calidad de las imágenes reflejadas en un espejo es mayor, más nítida, más estable. Si nos imaginamos a un hombre con un espejo en la mano, entenderemos que puede estar todo el tiempo que quiera recibiendo su rostro reflejado sin variar la imagen que con ese objeto obtiene. Habría que pensar en un temblor en su mano o en un terremoto para imaginar turbulencias en la visión de su rostro invertido. Incluso podríamos añadir que ese mismo hombre, junto a su imagen exterior reflejada, podría obtener del espejo, bastante nítidamente y dependiendo del ángulo que recogiese, imágenes relativas, pongamos por caso, a los árboles que lo rodean o a las nubes que en ese día pueblan el cielo a sus espaldas. Lo que del objeto espejo no puede obtener es la profundidad. Esa cualidad es abastecida en mejor medida por las aguas. El agua es confín: cuando en ellas nos espejamos vemos, en su superficie, sólo la capa superficial de nuestra imagen, pero cuando miramos el agua no podemos olvidar que es una sustancia líquida, no podemos olvidar que tras esa capa superficial se esconden una infinidad de planos que se escapan a nuestra visión. El reflejarse en el agua, así, recoge una imagen superficial de sí que por fuerza (por mimesis con la materia reflejante) está en relación con la gran infinidad de capas y planos que se esconden detrás de ese ángulo del rostro que se hace visible. El espejo, por el contrario, es plano, y quien en él se mira no puede olvidarlo, con lo cual su imagen, y las de los demás elementos que podrían rodearla (los árboles, las nubes) concurren en un mismo plano, sin relación de profundidad, confundidas, sin cualidad diferente, pues la cualidad reside en el espejo, que a todas las abarca por igual.

El reflejo en el agua, entonces, ofrece una imagen parcial, una apariencia invertida, sin pretensión ni posibilidad de ser juzgada como imagen de un todo, sino de un solo aspecto de la persona o cosa reflejada, de un solo instante. Y a pesar de ese límite, justamente gracias a él, el hombre alcanza (gracias a la inabarcabilidad del agua) una sensación que lo relaciona con su propia sustancia inaprensible y total, quizá cósmica, aunque sea una sensación que no traduzca pruebas. Pero la oscuridad e inaferrabilidad del agua (por debajo de su superficie aparente) es una verdad que no necesita pruebas. Y de agua, también, está hecha la sustancia del hombre.

Pero en tiempos sucesivos la avidez empujó a los hombres a excavar las profundidades de la tierra y a violar el carácter secreto de la naturaleza, para apoderarse de lo que ésta había querido que quedase velado... El hombre se olvidó de "conocerse a sí mismo", perdió el contacto con la naturaleza. Estos pasos de Séneca querían ponernos sobre aviso de un gran peligro. El peligro de perder, gracias a los datos aparentes y marginales de sí, el conocimiento auténtico de sí mismo, sólo cognoscible por vía intuitiva y sintética… Pero el pensamiento de Séneca no era compartido por su época. El uso común del espejo se multiplicaba. Los filósofos discutían sobre la propiedad de los espejos. Sabemos por Marco Fabio Quintiliano (7) que el gran orador Demóstenes preparaba sus oraciones estudiando su eficacia en un espejo. Plinio el Viejo, encontraba cual virtud natural del espejo la reflexión.

Desde ahí, el espejo va siendo indicado como la causa de la reflexión en el hombre. Escuchemos las palabras de Plinio el Viejo, de nuevo parafraseado por Luisa Martina Colli: "Sólo a causa del espejo el hombre puede reflexionar, y es por aquél que éste puede conocer su propio reflejo, de la misma manera que el hombre reconoce su sombra a causa del sol. El espejo —como forma y como materia— llega a asumir el relieve simbólico más importante, en cuanto límite y mediador entre apariencia y esencia, entre mundo sensible y mundo invisible."(8)

Estos son algunos de los pasajes que se pusieron en boga. ¿Pero estamos seguros de que el espejo es la causa de la reflexión? ¿Estamos seguros de que, como el sol causa la sombra, el hombre puede "conocer" su reflejo? Empecemos con lo de la reflexión, sin duda un término que volverá más veces en este trabajo, debido a su característica indefinición, al menos en algunas acepciones.

7) Marco Fabio Quintiliano. Institutio Oratoria, libro XII
8) Luisa Martina Colli. Paráfrasis de Plinio el Viejo, Historiae Naturalis, libros XXXVII: XXXIII. 45
                  
Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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lunes, 14 de abril de 2014

Psicoterapia 3

La acción oculta de las palabras
Llegado el momento de hablar de lo que ocurre en la sede psicoterapéutica, es forzoso precisar que no siempre la acción durante la psicoterapia se evidencia a través de palabras o discursos. Está claro que en uno y otro lado existen otras modalidades de comunicación que se manifiestan con tanta evidencia como las de la palabra. Baste pensar en los gestos, los hábitos de posición, las tonalidades de la voz o las miradas. Son ejemplos de la llamada comunicación no verbal. Nadie duda de que representen acciones valorables dentro del marco psicoterapéutico, aunque acaben en más de una ocasión por ser verbalizadas o, en el peor de los casos, por ser reconocidas sólo en la persona del paciente.

Introduzcamos pues el momento cero de cualquier psicoterapia. Se encuentran dos psiques personales, la del paciente y la del terapeuta, bajo la premisa de la búsqueda de la transformación de una de ellas –la del paciente- gracias al efecto de su relación con la del otro –la del terapeuta-. Eso debería introducirse en la autobiografía de aquél de manera que viera aliviados sus sufrimientos

El paciente actúa y relata sus vivencias. El terapeuta acoge, escucha, observa e indaga partiendo del relato autobiográfico que ha hecho el paciente. Las dos psiques se han puesto ya en acción, a la espera de desarrollar sus presupuestos. Poco a poco, el terapeuta sintetiza delante del paciente el resultado de sus observaciones, a la vez que instaura un mecanismo que le sirva para informar de los métodos de que dispone.

Palabras de un lado y palabras del otro. Se habla de la vida, del sufrimiento existencial del paciente, de sus posibles causas y de sus extensas consecuencias. Todo esto en los tiempos estipulados, en la sede estipulada, sin contacto directo del terapeuta con la vida real del paciente. La acción autobiográfica del uno y aquella autobiográfica y técnica del otro se van desarrollando así por lo más mediante las palabras.

¿Cómo hace la psique del paciente, anclada en una problemática de la que hasta ahora no ha hallado solución, para saber lo que decir en un tiempo por lo general tan estrecho? ¿Cómo sabe qué es lo que le va a sacar del atolladero, si lo que sucede es que puede estar negándoselo por razones ocultas de terror o conveniencia? Y el terapeuta, ¿cómo lo puede ayudar si no se le ha relatado o no consigue hacérselo relatar a través de preguntas dirigidas al paciente lo que, según su inevitable método o teoría, debería ser la causa primaria de aquel sufrimiento? Conviene de nuevo recordar, nunca es suficiente, que tan psique es la del paciente como la del terapeuta. Y la de este último, es obvio, también podría estar anclada en un prejuicio y estar negándose lo que para otro terapeuta sería evidente. Eso es imaginable, en cualquier caso y con cualquier nivel de experiencia y de método. Lo cual conllevaría a la ausencia de acción verbal respecto de aquel problema. Cualquiera que se adentrase en el inmenso bosque de las teorías psicoterapéuticas, entendería que cada una de las divergencias, es más, la divergencia de base del lenguaje teórico con que se estructuran sobre la idea misma de psique, implica necesariamente la parcialidad y valor relativo de cada una de ellas. Pero cada una habla de aspectos posibles con que se desarrolla toda psique humana. Cada teoría explica una vivencia psíquica correspondiente a la autobiografía de su autor sumado al bagaje personal de sus experiencias clínicas. Cada una de ellas, también, deja de lado necesariamente aspectos interesantes de las demás.

Pero la pregunta es la siguiente: ¿la única acción en una psicoterapia es la desarrollada por los relatos que paciente y terapeuta hacen sobre la psique de aquél?  La capacidad terapéutica de un profesional, ¿se mide sólo por lo que él mismo puede conceptualizar de su método o por cómo verbaliza la experiencia terapéutica? Y si preguntamos a un paciente que ha satisfecho sus aspiraciones respecto de la psicoterapia, ¿sabría expresar la vía por la que ha llegado al bienestar? O, rizando más el rizo, ¿atribuiría a unas palabras concretas o a una teoría concreta la labor efectuada por su terapeuta? Está claro que en muchas ocasiones la palabras no pueden hacer más que atribuirse el papel de metáforas de algo mucho más complejo, a veces desconocido, que no puede hallar por sí mismo de forma directa una expresión evidenciada, sino a lo máximo sugerida, suscitada, casi simbolizada en su carácter abstracto e indecible.

Porque la relación tempestuosa de un sujeto joven con su madre no siempre corresponderá a una verdad prefijada en el saber del psicoterapeuta. Para unos encontrará expresión en el mito de Edipo, en la ambivalencia de su relación con el seno materno, o en una visión narcisística de su personalidad, o en una conflictualidad con la Gran Diosa, o en la búsqueda frustrada de su retorno al antro materno, o en una fragmentación del Yo, o del Sí-mismo, etcétera, etcétera. Pero cada una de esas imágenes, pertenecientes al método y saber del psicoterapeuta, serán entendidas o acogidas por el paciente, el cual las filtrará y devolverá a la dimensión autobiográfica donde se encontrará con una nueva lectura causal de ese problema de relación que bien poco tenía que ver con dimensiones míticas o semánticas. Después de hallar esa nueva lectura, la totalidad de la psique del paciente variará bajo su impacto y, consiguientemente, ampliará sus horizontes hasta el punto de introducir cambios en la expresión subsiguiente de su autobiografía. ¿De qué modo una lectura causal –la relación entre el problema particular y una dimensión, mítica, por ejemplo- es capaz de introducir cambios en la óptica del problema por parte del paciente hasta el punto de transformar su psique y la dimensión autobiográfica futura? Y viceversa, ¿cómo logra el terapeuta, valiéndose de un método y de unas teorías, remitir el problema particular que se le está relatando a una lectura general, mítica, del Yo, de la Gran Diosa, de forma que eso cure y transforme la psique afligida de su paciente?

¿Cuál es la vía, entonces, recorrida por la psique entre la constatación de su sufrimiento, la autobiografía que lleva a manifestarlo, la búsqueda y encuentro de nuevas lecturas, el acceso a una metodología más o menos eficaz plasmada por su terapeuta y la sensación de haber resuelto el sufrimiento? El paciente amolda su psique a la experiencia psicoterapéutica, y eso pasa por la transformación paulatina de su autobiografía, que, recordemos, antes era insuficiente respecto a las causas y soluciones del sufrimiento que la aquejaba. El terapeuta amolda su psique a medida que “escucha” y participa en los nuevos desarrollos de su paciente, pero para ello tendrá que relativizar sus iniciales teorías, pues la dimensión humana y particular de una transformación psíquica no puede ser sustituida por una dimensión técnica, amorfa y predeterminada de una teoría generalizadora.

El paciente pone a disposición el esbozo incompleto e irresuelto de su autobiografía. Lo hace generalmente con las palabras, a las que se añade con discontinua evidencia la comunicación no verbal. El terapeuta pone a disposición de su interlocutor la experiencia personal que avala la validez de la psicoterapia, junto a su formación y conocimientos sobre la psique en general. Actúa prevalentemente con las palabras, junto a otras comunicaciones no verbales evidenciadas sólo en algunos casos por el paciente.

Y sobre todo, cada uno pone a disposición del otro una psique que presupone la posibilidad de la trasformación. Pero la psique, ¿es susceptible de aparecer en su entereza? Sabemos que la psique “habla” a través de palabras, aparece en los gestos, en los sentimientos y en su modo de relacionarse; se demuestra en una idea del mundo y en conceptos ideológicos; aparece en los valores y en el modo en que se plasman…

Eso, que no es más que un leve ejemplo, sucede en la psique del paciente y en aquella del terapeuta. Pero en el modo en que se relacionan entre sí, ¿existen posibilidades de conocimiento mutuo que no sean reconducibles al campo de lo observable? Palabras de la autobiografía de uno, palabras de la autobiografía del otro, palabras del relato de los sueños, elaboración de fantasías…¿Existe una acción oculta bajo las palabras pronunciadas durante la psicoterapia?

martes, 8 de abril de 2014

Reflejo y reconocimiento en el proceso psicoterapéutico 4

Veamos ahora de qué forma el sujeto emprende el camino, con qué armas, cuáles son las operaciones que realiza en esa búsqueda de unidad. Veremos así dónde se puede interrumpir el camino, qué tipo de sufrimiento se desencadena. Cómo ese sufrimiento se manifiesta dentro del espacio de cura que pretende ser la psicoterapia.

Utilizaré los términos "reflejar" y "reconocer" para ilustrar mi pensamiento. No hay ningún carácter de necesidad en ello. No son ni tan siquiera términos en boga en el ámbito psicológico. Pero si hablamos de espejo, de imágenes, quizá podamos referirnos adecuadamente al mundo de imágenes de la psique, sin duda uno de sus más plausibles contenidos. Por otro lado, vivimos actualmente en un mundo de comunicaciones por imágenes. Quién sabe si la excesiva exposición a esa lluvia exterior no pueda estar desviándonos siempre más del camino de búsqueda de unidad.

Reflejar significa "rechazar una superficie en cierta dirección, determinada por leyes físicas, cualquier radiación u onda que llega a ella; como la luz o el sonido"(1) o, en lenguaje corriente, "devolver una superficie brillante, como el espejo o el agua, la imagen de un objeto" (2). También significa espejar de nuevo, repetir una operación de búsqueda o producción de imágenes. El campo semántico de reflejar se abre en la dirección de reverberar, de refractar, de repercutir, sea en sentido directo, indirecto o reflexivo. En último término, reflejar puede llegar a significar el cumplimiento de un acto o gesto destinado a representar el significado de una cierta cosa. En ese sentido reflejar está emparentado con expresar y con mostrar (3 y 4).

Pero concentrémonos en el significado corriente de la palabra reflejar, o sea, ese devolver una superficie brillante, como el espejo o el agua, la imagen de un objeto. Lo primero que llama la atención es el sujeto de la acción. Una superficie brillante, como por ejemplo el espejo o el agua, devuelve las imágenes de un objeto. Es propio de esa superficie brillante ejecutar ese tipo de operaciones. Preguntémonos ahora cuáles pueden ser esas "superficies brillantes" y cuál relación puedan tener con el ser humano. Los ejemplos, aun escuetos, ya nos abren una posibilidad. El espejo y el agua. Pero el espejo es un producto del hombre, no es como el agua, que representa la mayor parte de la naturaleza terrestre, incluidos nuestros cuerpos. Los dos reflejan, eso sí, pero el agua no está hecha para reflejarnos: sirve, entre otras muchas cosas, para reflejarnos, pero sirve también para humedecer, para pescar, para preservar las costas, para eliminar la sed, para cocinar, para limpiar nuestros cuerpos y nuestros utensilios, para la experiencia de suspenderse en ella —para nadar o navegar—.

El ser humano siempre ha tenido y tiene una relación especial con el agua. Una buena parte de los ritos se fundamentan en ella. Muchos conflictos entre poblaciones vecinas han tenido y tendrán su explicación en el abastecimiento de agua y en el diferente entendimiento respecto de las fronteras marítimas. El agua, entonces, no es un elemento especializado en reflejar imágenes. Tiene muchísimas otras propiedades y valores, como apenas hemos esbozado. Quizá por ello, en un determinado momento de la historia del hombre, se tuvo la necesidad de inventar un objeto exclusivamente reflejante, siempre a mano, para beneficiar de esa expectativa en cualquier momento, adonde el hombre estuviera, sin tener que emprender el camino (imaginemos que, a veces, había que alejarse del poblado para alcanzar el arroyo, el lago, el agua del mar). ¿Por qué el hombre tuvo necesidad de inventar el espejo? ¿Qué tipo de deseo, respecto al agua, éste llegaba a satisfacer? Dejemos responder a Séneca:

"Ya que el amor ínsito en el hombre por sí mismo daba placer a los mortales al ver su propio semblante, ellos volvieron cada vez más la mirada a aquellas superficies en las cuales vieran sus imágenes" (5) Esta cita da razón de una necesidad creciente de los hombres de ver reflejadas sus imágenes. Pero no dice nada respecto de la invención del espejo. Continuemos con Séneca, ahora parafraseado por Luisa Martina Colli:

"Al principio, en efecto, el espejo de los hombres era algo prestado por la naturaleza misma: era el AGUA. Sobre el agua, el espejo era el confín entre la profundidad invisible y secreta y la exterioridad de los cuerpos y de los objetos reales. Pero en tiempos sucesivos la avidez empujó a los hombres a excavar las profundidades de la tierra y a violar el carácter secreto de la naturaleza, para apoderarse de lo que ésta había querido que quedase velado. El hombre aprendió a extraer y a fundir los metales, a construir armas y objetos. Con los metales, el hombre aprendió también a fabricar los espejos, pero contemporáneamente se olvidó siempre más del sol y de los astros, se olvidó de conocerse a sí mismo, perdió el contacto con la naturaleza. Mirándose siempre con mayor frecuencia al espejo, el hombre acabó, de esa manera, abandonándose a la vez, sea al amor de sí, que al olvido de sí mismo" (6).

Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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domingo, 6 de abril de 2014

Psicoterapia 2

El aparecer de una autobiografía
Lo primero que sucede cuando una persona constata un sufrimiento de naturaleza psíquica es el preguntarse por sus causas. Siente que ha topado con un obstáculo, que ha olvidado algún hecho o evento fundamental, o de haber extraviado, por una cadena de circunstancias, el sentido de su vida. Naturalmente, estos no son más que ejemplos, como ejemplos son la pérdida de la libertad individual, el sentimiento de frustración, o la progresiva decadencia de intereses. Son casi infinitas las formas con que la psique constata inicialmente su malestar.

Entonces se pone en acción buscando las causas de ese malestar. No siempre lo consigue, eso es cierto, pero de todas maneras ya pone los cimientos de un contacto con su vida personal, con su autobiografía. La acción de la psique, consiguientemente a la constatación de su malestar y a la búsqueda de las causas que puedan haberlo producido, es la construcción de una autobiografía. En ella está contenida una idea biográfica, aún general y borrosa, relacionada con el sufrimiento psíquico que se ha producido.

Si la persona, a pesar de esa operación, no logra hacer disminuir el malestar, o considera que sólo se ha logrado parcialmente, entonces es susceptible de acudir a un psicoterapeuta. Una vez llegada a la sede de la psicoterapia, la persona intentará sintetizar en palabras su malestar, así como esbozará una idea autobiográfica.

La aparición de una teoría
Un psicoterapeuta, como ya hemos dicho, es depositario de un saber. Ese es al menos el estatuto que presuponen los miembros –paciente y terapeuta– que se disponen a establecer una relación psicoterapéutica. Podrá ese saber ser relativo, limitado o en crecimiento, pero desde luego sin ese saber (sentido por ambos miembros como tal) no se consigue iniciar una psicoterapia.

La primera acción que cumple una persona para acceder a ese saber es llevar a cabo una experiencia psicoterapéutica. Resultaría muy difícil avalar un saber en el individuo cuya psique deberá contactar con otra psique sin que aquélla se hubiera dispuesto a conocer sus sombras y modos de expresión en una relación no interesada con un psicoterapeuta ya en activo. La psicoterapia personal, entonces es una condición sine qua non para la persona cuyos intereses se deriven hacia la posibilidad de convertirse en psicoterapeuta.

Una vez que la persona que quiere convertirse en terapeuta conozca por la experiencia seguida con otro profesional sus propios complejos, potencialidades y límites, entonces habrá tomado contacto con su propia autobiografía. Esta, por supuesto, habrá cambiado en el transcurso de esa experiencia mediante la acción de sí mismo y de la de su psicoterapeuta, enriqueciéndose y revisando los problemas que la ensombrecían hasta el punto de avalar las ventajas de la terapia con la psique.

En ese punto el psicoterapeuta en ciernes buscará los métodos, conocimientos y psicologías, que le pueden servir de ayuda en su tarea de instaurar una relación con otras psiques diferentes. Se irá delineando, así, una teoría, un método, construida sobre su propia experiencia y conocimientos, y con la que informar a los pacientes y a los demás psicoterapeutas del camino a seguir y, posteriormente, de los resultados obtenidos en cada caso terapéutico.

La acción de la psique del terapeuta procederá, así, de la suma de su autobiografía y del método y teorías con las que desarrollar su función terapéutica. Y toda esta acción psíquica llegará al paciente a través de palabras, generalmente.

Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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jueves, 3 de abril de 2014

Psicoterapia 1

Introducción
Psicoterapia de la psique (analítica, psicológica, psicoanalítica, psiquiátrica, existencial…) significa el tratamiento o la cura de la psique a través de la psique. Ese es el presupuesto inicial y el resultado que se espera obtener a lo largo del peculiar encuentro entre terapeuta y paciente formalizado alrededor de la noción de sufrimiento psíquico.

El encuentro psicoterapéutico implica, entonces, el encuentro entre dos psiques. La psique del paciente, que trata de comunicar su sufrimiento, y que por tanto es miembro co-fundador de la relación psicoterapéutica, busca ser acogida -aceptada y comprendida- por la psique del terapeuta. La psique del terapeuta, a su vez, se dispone desde el principio a lograr esos mismos objetivos, de lo cual se deduce que debe estar capacitada y motivada desde antes de la aparición del paciente a ejercer esa función.

Encuentro y diálogo entre dos psiques, la psicoterapia es el campo donde actúan las psiques en toda su extensión: hablando de si mismas, de la del interlocutor y del mundo, por ese orden en el caso del paciente; hablando de la psique del interlocutor, del mundo y de si mismo según el orden de la perspectiva del terapeuta.

Una vez aclarado el concepto de la psicoterapia cual encuentro entre las psiques, o más etimológicamente todavía cual curación o cuidado de la psique a través de la psique, el primer interrogativo que podría ponerse es cuál es la modalidad bajo la que la psique se manifiesta, o mejor, cuál es la vía usada por la psique para comunicar su sufrimiento. El paciente, ya desde el primer encuentro psicoterapéutico, relata las peculiaridades de su dolor, y lo hace fundamentalmente con el lenguaje hablado, aun acompañándolo de gestos, de una disposición particular en el estudio, de inflexiones emocionales, de una mímica y de una mirada de expectativas, entre otras cosas. El terapeuta, de igual manera, se dedica a escuchar las verbalizaciones del paciente, observa los otros datos antes reseñados de forma somera y, finalmente, utiliza el lenguaje hablado para preguntar, indagar o informar de los planes necesarios para el andamiento terapéutico.

Es decir, en ámbito psicoterapéutico, ya desde el primer encuentro, la psique de los dos interlocutores opta por conducir sus contenidos a través de la palabra. Digamos que la psique en esa circunstancia terapéutica “actúa” a través del lenguaje hablado, se sirve de la palabra para transmitir sus contenidos e, incluso, para transmitir las formas e imágenes de su dolor y su alienación.

Pero todos sabemos o intuimos que la psique extiende sus dominios más allá del reino de la palabra. Todos sabemos la importancia de los sueños, de las fantasías, de los afectos o del estado del humor, por poner unos pocos ejemplos. Sabemos también que esas experiencias pueden servirse sólo parcialmente de la palabra, tan bien habilitada para conducir aspectos normativos o puramente conceptuales. Y, en cambio, esas experiencias tan poco dadas a la palabra representan una buena parte de los discursos que se establecen en el ámbito psicoterapéutico. ¿Cómo hacen – el paciente y el terapeuta – para devolver al campo de lo que no es expresable el material subyacente o acompañante a esas palabras? ¿Cómo hacen para no quedarse anclados, simplemente, en conceptos y teorías, o en la mera representación verbal de la propia biografía? Recordemos por un instante que estamos hablando de psicoterapia, es decir, de la terapia de una psique a través de otra psique. Eso debería inducir a la reflexión sobre la naturaleza afín de las psiques: tan psique es la psique del paciente como la del terapeuta. Y las dos hablan en el ámbito de la psicoterapia mediante el lenguaje, aunque lo hagan con unos lenguajes totalmente diferenciados, a veces incluso contrapuestos. Ese detalle resulta comprensible, dados los presupuestos del dolor de una de ellas, pero ¿cómo consiguen ponerse en relación, si lo que hablan son lenguajes tan diferentes? ¿Cómo hace cada psique para relativizar su propio rol y su propio lenguaje de manera que resulte asequible y pueda ponerse en relación con la psique de su interlocutor?

En psicoterapia cada palabra trasluce una acción. En el caso del paciente, la acción mediatizada por la palabra proviene del pasado, o conduce algo del presente, o tiende simplemente hacia un futuro. Además, habla de conceptos, o de síntomas, o de imaginaciones o deseos, o quizá, en los casos más graves, expresa directamente su desmoronamiento. En el caso del terapeuta, la acción mediatizada por la palabra proviene de su cultura, de su formación terapéutica y de sus motivaciones profundas, dirigiéndose a la psique del paciente de la manera más clara y diáfana posible, de modo que pueda entrar en relación con ella.

La acción transportada mediante las palabras del paciente suscita imágenes, sentimientos y eventos que corresponden al arco de su vida, junto a una motivación personal para buscar salida o solución a su problemática actual. Esta problemática actual puede excavar sus raíces en el pasado, o en un presagio infausto, o bien derivar de alguna circunstancia presente. Pero desde el instante que se expresa en la sede de la psicoterapia, la palabra-acción que dramatiza la sensación de sufrimiento psíquico hace revivir en modo actual la dimensión vital y problemática del paciente. Porque sus palabras expresan el contenido de su vida.

La acción transportada por las palabras del terapeuta traduce un saber. Él no acude a la sede de la psicoterapia para expresar su historia familiar, sus dudas y sus problemas afectivos o existenciales. Pero se supone que lo haya hecho previamente. Es más, el paciente supone que el saber del terapeuta proviene de esa experiencia personal, en sede psicoterapéutica, que luego se haya visto refrendada por unos conocimientos, una formación y una toma de contacto profesional con otros pacientes. Las palabras del terapeuta traducen una experiencia vital a la que se añade una experiencia profesional.

¿De qué manera la psique del paciente, mediante palabras que expresan a veces el entero arco de su vida, es capaz de incidir en la psique del terapeuta, para comunicarle su sufrimiento, su terror, su alienación o su tristeza? Recordemos que el terapeuta no “ve” la vida del paciente, no conoce de qué manera desarrolla auténticamente sus movimientos, sino que “escucha” un relato subjetivo, una visión autobiográfica, cuyo estilo y dimensión semántica puede tener relación con la vida real del paciente, de la misma manera que puede concernir directamente al encuentro terapéutico. Volveremos sobre ello más adelante.

¿De qué manera consigue la psique del terapeuta, cuya acción es conducida por las palabras (no sólo, pero sí en su mayor parte), manifestar sus saber, sintetizando y clarificando sus dotes de penetración y entendimiento al límite de hacerlas asequibles e incisivas para la vida de ese otro al que, recordemos, no conoce más que limitadamente? Hemos dicho que se supone que el terapeuta haya hecho experiencia personal de psicoterapia. Es decir, que conozca el límite impuesto por el horario preciso y por el hecho de explicar su vida a través de palabras, por añadidura frente a otra persona de la cual no conoce más que su capacidad profesional, esto es, de la que no se intuye aún una vida. (Continúa)

Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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martes, 1 de abril de 2014

Angustia y Creatividad 2

La experiencia de la angustia y su significado. Desde el enfrentamiento a la asimilación 

Pero la angustia también puede ser vista como algo natural, como un tránsito de la psique entre un proceso y otro, como una momentánea estrechez, o como un canal de parto que hay que superar. De la misma manera que es posible concebir la angustia como algo inevitable, o quizás evitable a un precio mayor que el de esa estrechez o ese agolpamiento de señales.

Desde un cierto punto de vista, y sólo en clave de hipótesis, podemos decir que el ser humano no se diferencia en cuanto a la angustia, pues al parecer ésta le constituye en uno de sus momentos cruciales, sino en las maneras que tiene de tratar de enfrentarse a ella, ora mitigándola (ésa es la intención), de suavizar sus efectos, o de desembarazarse definitivamente de ella.

Así que la cuestión de la angustia, como tantas otras cosas que suceden al hombre, es una cuestión de interpretación. Si la angustia es natural, o inevitable, entonces quizá la pregunta pasará a ser: ¿y yo, qué me hago con ella? Ésa es probablemente la pregunta que se hizo el primer homínido al descender de los árboles, y luego erguirse, y luego empujar su propio bios hasta que se establecieron mejoras consistentes en sus órganos perceptivos: para pasar a ver y escrutar el entorno; para pasar a discutir el alimento a los otros animales que se iba encontrando en campo abierto; para pasar a cocinar y reservar el excedente alimentario; para irrumpir con gritos que,  ahora ya, gracias al empuje de la angustia, designaban cosas y eventos e identidades hasta hacer con ello florecer el lenguaje. Y ésta es la pregunta que, tras muchas jornadas de tribulación, debieron de hacer Adán y Eva a la serpiente: ¿qué hay más allá de esta angustia que llevo dentro?

Puede que las cosas se hayan producido de este modo. La angustia no sólo no ha impedido sino que probablemente haya incitado movimientos, viajes, cambios de perspectiva, que sin ella no se hubieran producido.

Desde ese punto de vista la angustia es el auténtico motor oculto de la psique, de toda pretensión novedosa, de todo descubrimiento, de todo des-velamiento del ser. Sin la angustia, o sin contar con ella (es decir, viviendo ‘contra’ ella), el arborícola seguirá siendo arborícola, y no va a hallar la motivación que le ayude a tomar el camino del descenso y adentrarse al fin en campo abierto.

La angustia, y nos referimos a la angustia definitiva, la que incumbe, la que con su inminencia y arraigo elimina toda fe en su desaparición, tiene un efecto que en lugar de ser devastador (como lo sería para quien creyera en la posibilidad de un futuro sin angustia) acaba por ser paradójicamente esperanzador. Y no se trata de una esperanza máxima y grandilocuente (un mundo sin estrechez y sin agobio), sino más bien esperanzador en sentido íntimo y minimal: ya que, haga lo que haga, la angustia estará allí donde esté yo, entonces puedo alentar aquella libertad de decidir, de transformar, de efectuar movimientos, que antes me estaba vedada.

Puede entonces que no haya salvación de la angustia. Ya antes hemos mencionado incluso el tremendo precio que habremos de pagar por luchar contra ella, junto a sus infaustas consecuencias.

Pero todavía quedan posibilidades para esquivar el carácter definitivo con que se nos presenta. Puede, en esas ocasiones, que no queramos ni podamos luchar contra la estrechez, pues de momento y desde hace mucho tiempo se nos muestra como inevitable, pero siempre queda el futuro… Ahora me tengo la angustia, pero si mantengo la fe en un extraño pero compartido procedimiento que me promete librarme de ella, vendrá el día que la angustia desaparecerá, como se disipa la niebla tras el sol de la mañana. Hay que concentrarse, pues, en esa fe, en esa esperanza de un futuro libre de este  insoportable agobio. Así que noto la angustia, pero lo demás desaparece, desaparecen el cielo y la tierra, el bien y el mal, y el mismo cuerpo estremecido… Dejo de atender a los astros y al cuerpo y los supedito a la fe, a la promesa que resarcirá el inconmensurable sacrificio de mi presencia efectiva. Y si no está mi presencia, tampoco está la presencia del otro, sólo tolerada si no entorpece mi camino hacia la fe…

Sin lugar a dudas, la esperanza en un futuro sin angustia, esperanza por otro lado tan humana,  también precipita curiosos fenómenos psíquicos, como por ejemplo las premoniciones y la superstición: el radiante futuro va a cumplirse si no hago esto, o no toco aquello, o quizá no subo en ascensor, o no viajo, o no acudo a espacios abiertos, o cerrados. El secuestro del presente a cargo de un futuro prometedor y deseable es el mayor precio de la fobia, pero también de la histeria y de la hipocondría.

En la histeria se anticipa un futuro erótico o cualquier otro deseo (que, como hemos visto, sólo será real en un futuro) pero como si se tratase de un anuncio, o de un trailer de una película todavía no rodada. De ahí la desconexión expresiva, a veces exaltada, otras veces ridícula, casi siempre entremezclada de sufrimiento, como a resaltar la incapacidad de anticipar un evento que sólo va a suceder más adelante. Y lo peor es que el tiempo pasa igualmente, ignaro de la fe y de los sacrificios, y la acumulación de anhelos anticipados y no cumplidos desgarra la conciencia y la obliga a reducirse a minúsculo reducto de sí misma: el reducto de una fe que me obliga a marchitarme en la infructuosa espera. Y sé que es absurdo, lo reconozco, pero a este punto no se puede volver atrás…

La escena por ese camino va volviéndose cada vez más insincera y poco creíble… El tiempo pasa, impasible, y los antiguos votos pretenden darse una última oportunidad. O ahora o basta… Y baja el telón.

En la hipocondría también anticipo. Anticipo la enfermedad. Sólo que, además de anticipar, confino el dolor futuro en un lugar localizable. Con esa actitud, los médicos se ven obligados a verificar las hipótesis de enfermedad que les planteo, mas, al no tener enfermedad actual, tampoco pueden descartarla en el futuro, a pasar de la determinación con que pretendo exigirlo. Por ese camino el hipocondríaco, insatisfecho por ese hallazgo mágico que no se produce, deja de acudir a médicos y a hospitales, y con el exiguo resto de fe que le queda, acaba por establecer (con una convicción que puede llegar a ser pasmosa), que un león habita en su cabeza, o cualquier otra aseveración igual de inverosímil, puesto que, rotos finalmente los puentes con la angustia neurótica, es más fácil deslizarse hacia las tierras de la psicosis, donde sólo valen el convencimiento y la autosugestión.

Algo hay entonces en el ser humano que le impulsa en una dirección contraria al dolor y el sufrimiento. De nuevo, es muy humano que así sea. Y si la angustia procura dolor y sufrimiento, entonces hay que ir en dirección contraria a ella. El problema estriba en saber dónde está esa dirección contraria. Normalmente, se tiende a interpretar que la dirección contraria es hacia atrás, hacia un pasado que habrá causado el malestar actual. Es como si el homínido, una vez consumado su descenso al suelo y haber comenzado a andar, interpretase que sus movimientos en campo abierto, al procurarle miedos, dolor y angustia, son la razón última de su desazón y volviera sobre sus pasos para evitar el dolor que por su intrepidez se causó a sí mismo. El problema es que, por un lado, esa vuelta atrás parece no existir y, por otro lado, si existiera, no significaría una vuelta atrás respecto del dolor y la angustia, puesto que en los árboles, en el territorio primigenio de los homínidos, estos también anidaban.

Por añadidura, el mito del eterno retorno, que es el que conduce esta irracional vuelta atrás en una huida de la angustia actual, requiere alimentar la fantasía de que el mundo que en su día abandonamos, va a permanecer tal como lo habíamos dejado.  Esa fantasía es muy potente pero, desgraciadamente, no es empírica. Basta desandar un pequeño tramo del camino para comprobar que todo en la vida se mueve, incluso lo que dejamos atrás. Así que el mito del eterno retorno parece contener tres vocablos de energía decreciente, donde el último, el retorno, se nos sugiere como incapaz de subsistir por sí mismo, y solamente como equipaje de los dos anteriores.

A pesar de ello, cuando finalmente el citado mito se instala en la psique de forma estable, aparecen en el terreno psíquico afectado por aquél dos derivaciones bien conocidas y, no por ello, menos gravosas. Cuando ese potencial que contiene se estrella en la tozuda realidad, es muy fácil deducir que algo habremos hecho mal en las maniobras de aterrizaje. Entonces acude una infinita sensación de culpa (por estar asidos más a la idea de retorno que a la experiencia factual), que se acompaña de una clamorosa sensación de incapacidad, de un descalabro del curso de pensamiento, del movimiento, y de reconocerse mínimamente como personas que gozan de valores y sentimientos propios. A partir de ahí ya sólo pretendo permanecer callado, inmóvil, vaciado de toda experiencia humana, pues se ha mostrado a las claras mi total indignidad, y purgar mi culpa hasta donde el mito prescriba. Mientras tanto, la depresión indica que no tengo adónde ir, porque ya no voy a ir nunca más a lugar alguno, por haber extraviado el camino de vuelta encarnado por el mito.

Pero quizá es peor aún la otra versión de la misma dinámica psíquica en torno al mito del eterno retorno. Ahora parece que entre el mito y yo no haya ninguna distancia. Puedo hacer, decidir, inaugurar cualquier acto o movimiento que se vislumbre en mi conciencia. Inmensamente confortado por una confianza ciega (por estar fundido con el mito) en mis posibilidades, puedo improvisar novedades en cualquier dirección (ideas, actos, proyectos, compras), porque sólo existen consecuencias si noto que puedo perder el control, mas esa extrema proximidad con el mito me persuade de que eso no va a ocurrir, porque siempre podré volver atrás, o detener la marcha. El mito que piloto o cabalgo con tanta pericia tiene ese potencial de volver atrás, tanto espacial como temporalmente. Así que si algo sale mal, borrón y cuenta nueva. Ahora es el momento de correr, de volar…

Sólo que empiezo a cansarme en un determinado momento de esa huida que ahora veo irrefrenable, de ese aceleramiento y de todas esas novedades que tanto prometen cuanto veloz es su desaparición. Y el aeroplano parece que haya enloquecido y aumente su velocidad exponencialmente, como si hubiera perdido la ruta y el mito que la sostenía, todo a la vez.  Mientras, mi energía va perdiendo enteros a gran ritmo y siento el vértigo de la espera de un impacto seguro contra algo, o de estallar en mí mismo, o así llego a desearlo con todas mis fuerzas, pues no veo otra forma de detener el enloquecido artilugio.

Verdaderamente, hay pocos eventos en la psique que desgasten más que la experiencia de una agitación maniacal…

Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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