viernes, 28 de marzo de 2014

Angustia y Creatividad - Introducción

Angustia y Creatividad - Introducción
Es muy probable que, desde el inicio de los tiempos, la conciencia del hombre, huérfana del inmenso patrimonio instintivo del que gozan el resto de sus compañeros animales, tuviera continua ocasión de replegarse sobre sí y sentir el sobrepeso derivado de aquellos eventos de conciencia que no lograban fácilmente encontrar una conexión directa con el mundo en derredor.

Así parece ser. En los animales en general, los instintos tienen ese carácter de intercambio energético entre las señales producidas por los estímulos procedentes de la naturaleza (olor, forma, movimiento…) y las reacciones que el animal pone en acción para responder homeostáticamente frente a aquéllos. El principio de ese procedimiento es muy claro: a tanta recepción de estímulos, tanta reacción mediatizada por los instintos. Con ello se consigue un equilibrio homeostático quasi inmediato que posibilita la buena disposición del animal frente a las señales producidas por la naturaleza.

Las cosas son bien distintas en el hombre. Éste tiene su lugar en el reino animal, sí, pero su situación es muy diferente. Todos sus aparatos de recepción de estímulos están muy bien conformados: poderosos y sutiles, generales y específicos. Pero la respuesta inmediata a dicha  finísima recepción de señales (auditiva, olfativa, perceptiva…) es más bien escasa, y sobre todo, acontece con retraso, con un alarmante retraso. Eso es debido a la capacidad del hombre de elaborar conjuntos de señales recibidas y del tiempo que precisa para organizar la mejor respuesta respecto de ellas. El desarrollo del aparato nervioso de los primates, primero, y del hombre en particular después (al dejar definitivamente el hábitat arborícola de la fronda tropical por el suelo), le conduce a una mejora progresiva a la hora de captar estímulos y señales, sí, pero a costa de ampliar el lapso de tiempo que precisa para organizar el conjunto de respuestas más adecuado para su supervivencia.

Desde la respuesta inmediata de los animales a cada estímulo y señal (que eso es el instinto), el hombre va organizando progresivamente un sistema de captación de señales que le conducirá a ampliar el horizonte de depósito y proceso de tales señales (el terreno de la psique), generándose el magma del que va a nacer la conciencia y también, claro, el inconsciente. Desde ahí, por el lado interior va a aparecer el terreno de las ideas, pensamientos y representaciones, y desde el lado exterior, antes aún de cualquier decisión de respuesta, aparecerá el lenguaje.

Poco a poco, y como muy bien expone Faustino Cordón en “La Naturaleza del Hombre a la luz de su origen biológico” (1981), el ser humano recreará la condición de medio, hasta alcanzar una socialización donde el medio es el lenguaje y su encaje la sociedad humana en general.

Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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lunes, 24 de marzo de 2014

Angustia y Creatividad 1

1. La génesis de la angustia. El excedente libídico.

La capacidad específica del hombre reside en la polivalencia y la multiplicidad de las elaboraciones de la caja de resonancia que es la psique. A las respuestas inmediatas del instinto animal, el ser humano propone su aparato psíquico, con todas las características de almacenaje y mediación posible. Todo es más rico y variado, pues los estímulos y señales se agregan en el interior psíquico conformando nuevos estímulos y señales más complejas frente a los cuales la psique y en particular la conciencia va a organizar una estrategia adecuada de respuesta, ésta sin lugar a dudas mediada por proyectos y búsquedas novedosas, así como por la memoria y el poso de las experiencias anteriores.

Pero eso que es rico y variado procede de una elaboración que pasa por momentos de extrema dificultad, pues entre la estrategia de respuesta anterior y la que va a venir más adelante, la psique humana aparece expuesta a una sensación de retraso, a un vacío de experiencia, a una sobreabundancia tal de estímulos y señales recogidas por los órganos de percepción, que a un cierto punto ésta puede fácilmente asemejar a un estrecho canal del que no se vislumbra aún la salida, pero que por el momento la somete a una vivencia opresiva, a esa mezcla de vacío y sobreabundancia en la estrechez que denominamos comúnmente como angustia.

Y la pregunta que surge en estos momentos es la siguiente: ¿es la angustia un fenómeno natural de la psique o más bien el signo de una enfermedad sobrevenida? La angustia, ¿es ontológica o patológica? La respuesta no es fácil y sólo puede esbozarse en clave de hipótesis provisional. Pero dado el pasaje del instinto a la respuesta mediada, que tiende a la momentánea acumulación de señales sin respuesta, se nos antoja que la experiencia de la angustia, sobre todo en su carácter general, es una experiencia que es de sobras conocida por el ser humano, por cada ser humano en particular. ¿Cómo obviar la aparición de esos momentos de estrechez, de acumulación oprimente, de mediación dificultosa? La angustia aparece porque el ser humano o, mejor, su experiencia psíquica se ha ido dirigiendo hacia campo abierto y horizontes novedosos, pero para ello ha debido sufrir una trayectoria no lineal debido a las señales sin respuesta que mientras tanto iba acumulando.

Algunos autores han analizado esa dificultad de plena plasmación psíquica en equilibrio homeostático. La obra de Freud propone como causa de malestar psíquico la dificultad de responder directamente al deseo y la pulsión debido a la necesaria represión ejercida por la cultura y las normas sociales. Jung habla de excedente libídico, para ilustrar la enorme cantidad de energía que no logra encontrar fácilmente un canal que la ligue a la naturaleza. Bernheim mencionaba con el término parada el mecanismo  que entorpecía una y otra vez el aparato de las transformaciones psíquicas y la entera dinámica psíquica.

A cada pasaje psíquico, quizá, a cada fase de la vida, a cada escollo, a cada pérdida o a cada impacto que se opone a la sutilidad del equilibrio, aparece la estrechez, el agobio, la gravedad por la carencia de respuesta, inevitablemente, inextinguiblemente. Porque lo que la conciencia percibe en tantos momentos es precisamente esa “estrechez” que reside en la base etimológica de los conceptos estrés y angustia. Estrechez que abruma y oprime, que altera la conducta cognitiva y motora, y que, quizá, si nos aparece como demasiado intensa o demasiado duradera, acaba por penetrar en cada rincón de las funciones de la conciencia, oscureciéndolas y desdibujándolas, una y otra vez.

Por otro lado, podemos imaginar también algunos modos que tiene el ser humano de intentar evitar ese agolpamiento de señales que indefectiblemente conducirían a la angustia. Por ejemplo, la psique puede dejar de prestar atención a las señales provenientes del exterior. Para ello debe fortalecer la membrana que la protege de los estímulos y, si es capaz de ello, dedicarse por completo a permanecer en silencio existencial, indiferente al movimiento del mundo, como desarrollando una secuencia única cuyas referencias  se esconden en la más absoluta intimidad. Se requiere entonces consumir una energía generada sólo adentro, donde equilibrar sutilmente la producción y el empleo de la misma energía, sin renovación posible. Se requiere en verdad una gran fuerza de voluntad, pero también un gran desinterés y una sorprendente falta de curiosidad. Por otro lado, hay que mantener la calma y desoír las voces externas, desatender el movimiento nervioso de aquellas siluetas que buscan inquietar la inmensa calma del océano callado, y silenciar toda tentación hacia el lenguaje, sobre todo eso. El resultado de dicho procedimiento (si es que cabe imaginar aquí un procedimiento) abarca desde las barreras autísticas hasta el autismo más profundo y global.

Pero existen además otras maneras de tratar de evitar la angustia. Existe la posibilidad de la fijación, tan bien estudiada por Ludwig Binswanger, donde la atención recala en un objeto parcialmente visible para los demás, esto es, menos íntimo que en el autismo, como una idea delirante, o una pretensión suprema, o una acción compulsiva. Pero esa visibilidad parcial de la fijación debe ser inatacable, no susceptible de variar por el concurso del otro. Esas temáticas, cuyo trasfondo es el control, deben tener una aportación energética muy decidida y plasmarse parcialmente hacia el exterior pero como si en el fondo se tratase de un desafío, de un reto que se plantea para demostrar que la visibilidad no siempre significa vulnerabilidad. Ya no existe la angustia, esa estrechez general que hace que la psique sienta su precariedad, sino que la precariedad es percibida como la pérdida momentánea del control. Se requiere más aportación energética sobre la sustancia de la fijación, sólo eso. Hay que dejar las dudas y concentrarse en ello, digan lo que digan, observen lo que observen, piensen lo que piensen. La anorexia, el delirio y las conductas compulsivas proceden de un repliegue de una realidad demasiado compleja e inatacable. Por fin un tema, un único tema que controlar. Fuera dudas y… ¡Acción! El cuerpo abandona toda relación y asimismo el lenguaje, y vaga por el espacio colectivo, mostrándose descarnado desde el lado exterior, pero paradójicamente protegido desde el yo. Así sucede con el delirio, cuyas ideas se concentran y conducen en una relación unívoca hacia el exterior, inermes por un lado, pero curiosamente asidas al yo que las conduce por el otro. Y qué sabrán los demás de la pasión que reproduce una y otra vez, con una descarga anunciada interiormente, el evento psíquico, deshaciéndose de toda incerteza, de toda tensión situada en un espacio real entre la psique y el mundo, para pasar a ser un dilema sólo entre el yo y la acción de descarga compulsiva que sólo mi cuerpo y mi mente produce…

Esto son algunos ejemplos de cómo la psique es capaz de desembarazarse de la angustia o de confinarla en una espacio protegido, bajo control. Es probable que pudiera explicarse la entera psicopatología estudiando cada mecanismo psíquico que interviene como evitación o desviación en espacios protegidos de la angustia, por un terror humano, muy humano, a sucumbir en ella.


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sábado, 15 de marzo de 2014

Reflejo y reconocimiento en el proceso psicoterapéutico 3

"Cada vez más cansado y alejado de los lugares que no podrá ya atravesar, con esa sensación de retraso que invade siempre la psique del neurótico, no le queda ya más que resignarse y abandonar las posibilidades de alcanzar una unidad.

Dos sensaciones le asaltan, en alternancia perfecta: la inquietud — el ansia — y el apego desesperado y cada vez más fervoroso y expectante al antro que debe anunciar su unidad. Más adelante, una de esas dos sensaciones superará a la otra. Si prospera la inquietud, el sujeto dejará de recriminarse por su retraso y no tendrá más remedio — si es que quiere salvarse — que actuar, pidiendo ayuda a otra persona, especialmente si esa persona es intuida como libre de la fascinación por el templo. Si, por el contrario, vence el apego, el amor ciego a la realidad de la renuncia, el sujeto irá abandonando paulatinamente la inquietud a medida que se acerque al templo, hasta situarse tan cerca de sus paredes, que éstas, si no una imagen unitaria, sí puedan proyectarle imágenes continuas y variables acerca de sí mismo.

El sujeto va aguzando su capacidad perceptiva y cada vez toma más confianza en las paredes del templo, las cuales van cristalizando y volviéndose especulares a medida que el sujeto va aumentando su amor por ellas. A mayor transparencia de las paredes del templo, menor esperanza de unidad (debía procurarla el contenido del templo). El templo se achata —el vacío auroral que le servía de estructura deja de ser antro de esperanza— y llega, comprimiéndose, a hacerse tan plano como un espejo.

El sujeto se acerca siempre más y las imágenes se hacen cada vez más claras y definidas. El espejo se va volviendo agua, y las imágenes son cada vez más claras y duran menos (son rechazadas con mayor soltura), por lo cual el sujeto, a la búsqueda desesperada de amor por sí mismo, intenta fundirse con el espejo, hacerse uno con él: productor y producto de imágenes de sí mismo: el amor, finalmente. Entonces Narciso se introdujo en las aguas..."

Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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miércoles, 12 de marzo de 2014

Reflejo y reconocimiento en el proceso psicoterapéutico 2

(Extracto) Quien tiene fuerzas suficientes para concebir la vida como una serie de fases, cada una de ellas caracterizada por una búsqueda de unidad, es decir, en la continua disposición de volver a tocar (eso sí, en un tiempo sucesivo, un poco más allá) el momento primigenio de dispersión, entonces ese sujeto no tiene más remedio que acompañar su soplo vital en un camino hacia adelante de metas (proyectos de unidad) alcanzables y superables. La actividad es en ese sujeto su misma vida, y el reposo no es nada más que el asiento momentáneo antes de reemprender el camino. Eso no significa que no exista reposo, o que éste sea fugaz. No hay apresuramiento. El camino es largo, y hay que sujetar los caballos. Hay que alargar la sensación de vida. Por eso hay que encontrar el ritmo, la cadencia necesaria para llegar al destino, a la imagen unitaria, mas con las pisadas hechas, con la etapa completamente cumplida, si es que se desea otra unidad.

Todo este proceso sería más producto de dioses que de seres humanos si no fuera porque existe la memoria. La memoria que trabaja dejando atrás la imagen unitaria (siempre con pretensiones definitivas) de identidad alcanzada, pero que lo hace de tal forma de dejarnos una base donde modelar la identidad sucesiva. Es la memoria que, dejándonos alejar de la imagen fija de la infancia, guarda cautelosamente el sentido artístico de su construcción. El objeto niño se vuelve sustancia activa del tiempo, para llegar a demostrar que no es necesario pararse por miedo a perder lo alcanzado, sino que no hay más que caminar para alcanzar el recuerdo. Para que el chaval llegue a la cancha de deporte, es necesario que lo acompañe aquel que un día se irguió por primera vez, quizá por el simple deseo de poder apoyar una mano sobre la mesa. Pero el proyecto de ir a la cancha debe estar libre de toda turbulencia (hay mil monstruos que lo acechan en ese momento ). Para eso está la memoria, que le tiene custodiado el recuerdo. Él debe estar ahí solo, con todos sus miedos y toda su emoción, como si fuera la primera vez, si es que habrá de encontrar sentido en la contienda. Pues de eso está también hecho el sentido de la vida: de poder aparecer muchas veces por primera vez.

Ese es el camino natural e impuesto del ser humano. Es una camino natural porque ha sido cruzado por muchos seres naturales. Y es impuesto porque es también el fruto de la relación, sin la cual probablemente no existiría siquiera el camino, la meta unitaria, ni quizá el recuerdo.


Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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Reflejo y reconocimiento en el proceso psicoterapéutico 1

(Extracto) Desde los albores de lo que concebimos como historia de la humanidad, el ser humano ha debido hacer las cuentas con un estado de inquietud provocado por la incertidumbre y la angustia del conocimiento de su destino mortal. La experiencia de ser cambiantes, mutables, móviles ha fijado en nuestro conocimiento la imposibilidad de concebirse unitariamente de forma durable. El uno, se diría, es una medida en el espacio que poco puede compartir con los empujes del tiempo.

Basta volver la mirada a las etapas de la vida. Una inicial simbiosis caracterizada por la experiencia sensorial de presente continuo cede el paso al comienzo de las relaciones y a los movimientos intencionados. Luego el dolor, la palabra, la focalización paulatina de la posesión del cuerpo, el caminar… Apenas una etapa llega a su culminación, la unitariedad alcanzada procede por el camino de su propia aniquilación y se decide a abordar una nueva fase caótica y llena de peligros, traicionada por el deseo de nuevos horizontes y por los estímulos del mundo relacional.

Si así no fuese, el sujeto interrumpiría la búsqueda y, azotado por los peligros del mundo en derredor, se encerraría en su caparazón defensivo (para defender su unidad) y abandonaría el transcurso del tiempo. Es el sueño autístico, el cual se aferra a una especie de mundo en miniatura donde la búsqueda desesperada y final de mantener el uno en eterno, se paga con el esfuerzo de una continua elaboración de murallas para asegurarse el cobijo. En el autismo, entonces, el tiempo sucede sólo en negativo, no en el ser, sino en la heroica y descomunal arquitectura del castillo protector del ser unitario que debe ser conservado dentro.

Pero esto no es más que la excepción. Lo más frecuente es que la vida se manifieste como búsqueda incesante de unidad y que, una vez vislumbrada ésta, la fuerza vital desgarre ese espejismo (el conocer el paso del tiempo así lo hace intuir) y se proponga iniciar una nueva búsqueda de unidad. Eso es lo que explican las etapas de la vida. Alcanzar la infancia es despojarse de ella, alcanzar la madurez presagia el abandono de ella, así como alcanzar la vida entera presagia ya la muerte. La realidad vital tiene que ver con el tiempo, con el tiempo que pasa y se lleva los espejismos, uno a uno, por lo menos cuando nuestro cuerpo ha traspasado el lugar de la visión y no se ha detenido allí, sino que ha continuado su camino, siendo de poca importancia dirimir si el proseguimiento se ejecuta por desengaño o por un deseo renovado de trasladar la unidad más adelante, hacia un futuro más o menos cercano.

Quien siente haber alcanzado verdaderamente su unidad, deja de caminar y empieza a amurallar el lugar de la visión, encerrándose dentro para poder ser siempre unidad, como hemos visto que sucedía en el autismo.

Quien se ha detenido a una distancia prudente del espejismo (lo suficientemente cercano para vislumbrarlo y lo suficientemente lejano como para no tener que verificar su autenticidad) camina en todas direcciones pero como en círculo: no abandonando nunca, aun sin poder entrar en él, el punto de referencia de la visión. Se camina en cualquier dirección a sabiendas de no poder progresar en el camino, pues se ha decidido, en simple hipótesis, dónde pueda hallarse la unidad. Entonces hay que volver periódicamente a las cercanías del templo de la visión, ese templo que en un futuro nos revelará, gracias a nuestra fidelidad esperanzada, una muestra extemporánea de nuestra unidad indeleble. Eso sucede porque el sujeto, cansado o carente de confianza en poder alcanzar una auténtica unidad en el tiempo (que una vez alcanzada, como hemos visto, se convertiría en espejismo y habría que seguir caminando y buscarla de nuevo ), establece un pacto con la realidad. Hace el vacío espacial en un lugar determinado (a cierta distancia del reflejo, de modo de no tener que saber si es un espejismo o una realidad unitaria) y sitúa allí su unidad de futuro, creyendo poder dedicarse sin fatiga (sin exploración ni búsqueda) a la reconstrucción de las imágenes del pasado. Es lo que sucede en la neurosis. Un reposo en el pasado, con el proyecto de seguir el camino en un futuro no muy lejano, cuando desde las afueras del templo podamos percibir con claridad el referente de nuestra imagen auténtica (una imagen espacial) que nos demuestre que vale la pena desalojar las inmediaciones del templo y proseguir por propia cuenta el camino. En la neurosis el sujeto espera obtener con ese medio las fuerzas que le faltan para llevar a cabo la experiencia vital. Quiere la demostración de que exista una unidad, quiere pruebas, seguridades, puntos de referencia que le aseguren el éxito de la empresa. Mientras tanto espera, espera pacientemente hasta que el tiempo pasa y que, comenzando a tener una visión retrospectiva de la vida transcurrida en la infructuosa espera, decae aún más la confianza y se instala en el desasosiego.


Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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