sábado, 29 de noviembre de 2014

Primer seminario de arte y psicología profunda - Palma de Mallorca, Sept 2014

Vídeo del primer Seminario de arte y psicología profunda
Palma de Mallorca, Septiembre 2014


sábado, 10 de mayo de 2014

El encuentro terapéutico 7/7

Para activar esas tres funciones mencionadas y dejar que se despliegue ante nosotros el horizonte simbólico, el lenguaje que deberemos aportar al diálogo terapéutico tendrá que ser un lenguaje atenuado y desprovisto de toda idea de poder abarcarlo todo. Ya nos lo había advertido Jung en su “Medicina y Psicoterapia”, de 1945: “Cuanto menos sabe él [el psicoterapeuta] anticipadamente, tanto mayores probabilidades de éxito tiene la cura. Nada es más deletéreo que el comportamiento de rutina que pretende haberlo comprendido ya”. Habrá que saber transformarse en el tiempo de la misma manera que auguramos una transformación progresiva del paciente. Y cuando ya se haya intercambiado suficiente material desde esas premisas, alcanzada ya una cima suficiente educativa o simbólica, entonces, antes de despedirse, es bueno que las dos psiques que se dan cita en el espacio terapéutico, aborden un último nivel del encuentro humano, esto es, el nivel del diálogo pleno entre psiques.

Mucho se ha hablado de las dificultades de la psique del paciente para encarar francamente el diálogo con la psique del terapeuta. Resistencias, proyecciones, idealizaciones, racionalizaciones, inflaciones, identificaciones, cuando no lucha y competitividad aparecen una y otra vez para explicar las dificultades para alcanzar el diálogo pleno y la conclusión de aquella meta transformativa que es la individuación. Pero la experiencia es tozuda e iluminante. Las dificultades que puedan provenir de la psique del terapeuta no tienen por qué ser meras respuestas o consecuencias de las del paciente. En el fondo, si hablamos de encuentro humano, habríamos de ser muy claros y ecuánimes en este punto. A la hora del encuentro, puede faltar en un lado la empatía como puede faltar en el otro. Así va  a ser también para la intuición, la creatividad, el esclarecimiento y el consenso metafórico, la activación de la función simbólica y el aparecer del nivel creativo.

No, no es fácil seguir enteramente el proceso psicoterapéutico, no es fácil porque nuestras psiques son limitadas, por un lado, y porque además poseen cada una de ellas una sombra que, empeñada en la consecución de deseos desde claves puramente personales, aborrecen del cuidado y progresividad de ese lenguaje dual del encuentro que hemos llamado psicoterapia.

Es posible que el psicoterapeuta deba saber conjugar dos facetas muy distintas entre sí: la faceta de la preparación previa y la faceta empírica y propositiva. Sobre la primera hay muchas cosas escritas: la justa distancia, un buen uso de los tiempos, una plasticidad de conocimientos que le permita conectarse con el dolor y la psicopatología que aporta el paciente; la gestión del encuentro para que no existan dudas sobre la modalidad de pago,  las sesiones perdidas, las recuperaciones, la interrupción en vacaciones... etcétera. Pero la segunda faceta, justo complemento de la primera, es de mucho más difícil definición: se trata de saber reconocer en directo qué está sucediendo, tanto si existe algo nuevo, como si el encuentro está detenido y ya no progresa. Es ahí donde la sombra del terapeuta adquiere mayor relevancia.

Sabemos, por el estudio de la sombra de la patología, la facilidad con la que la sombra escinde, se proyecta, niega lo evidente o se realiza imaginalmente. Sabemos bien, incluso, por las lecciones que nos ofrecen Stevenson y Hoffman, el compromiso de la sombra con lo abyecto, la perversión y todas las temáticas oscuras. Pero si existe una sombra en lo colectivo, y aun en lo individual patológico, ¿dónde está la sombra del terapeuta?, ¿qué significa eso que se repite a lo largo de los años de análisis formativo de asimilar la propia sombra? Llegada la hora de ir terminando este ciclo de clases sobre el encuentro terapéutico, conviene que tengáis bien presente la sombra con que una y otra vez tendréis que hacer las cuentas: con la vuestra propia.

La filosofía de la sospecha, hasta la irrupción de la fulgurante obra de Kafka, parecía deshacerse de la temática de la sombra a través de un nivel continuamente crítico con el mundo en derredor. No hay peor sombra que la ingenua negación de ella, parecería ser el lema de esa corriente de pensamiento. Si la constatamos una y otra vez en el curso vital de nuestro mundo, entonces su peso, al ser reconocido y criticado, dejará de gravitar en nuestra psique. Ese es el lema que movió la entera psicoterapia freudiana: ir a la búsqueda de que el paciente reconociese una y otra vez su compromiso con lo perverso, con lo inútil, con lo infantil. Por lo demás, un terapeuta completamente enclavado en analizar esos elementos de sombra en la psique del paciente, debía permanecer en posición neutra, como si ese empecinamiento (caso de producirse) en el análisis de los materiales del paciente, fuera capaz de suspender la vigencia de la propia sombra. Pero la consecuencia de esa falta de ingenuidad no era otra, si se llevaba al extremo, que una cristalización persistente e inamovible de la ingenuidad del paciente, el cual no podía salir del circuito montado por la sospecha continua del terapeuta, debiendo permanecer como reo de una culpa multiforme, y no pudiendo salir de la dilemática situación transferencial.

Análisis terminable, análisis interminable... En ese dilema acababa por precipitar la psicoterapia freudiana, hasta que surgieron otras filosofías, la de la intersubjetividad, por ejemplo, que plantearon la cuestión desde posiciones claras pero ya no fijas, intentando implantar movimientos progresivos y de intercambio mutuo.

Por otro lado, poco a poco fue creciendo en el mundo la sensación de que el criticismo, por el mero hecho de serlo, no abolía el peso de la propia sombra, y no sólo, sino que era capaz de aumentarlo en grados extremos. Apareció la filosofía de la sospecha de la sospecha misma, poniendo el acento en el autocriticismo como posición equilibrada y prevalente para el abordaje de la crítica. A esta filosofía perteneció Jung, el cual intentó distribuir el polo de la atención sobre materiales psíquicos en ambos lados de la relación. De ahí apareció la psicoterapia entendida como un sucederse de fases, donde el acontecimiento dialógico y los recíprocos trasvases son capaces de enderezar la situación de partida, así como se hizo especial hincapié en la personalidad del terapeuta y la necesidad del análisis previo y la supervisión de casos.

La sombra del terapeuta, por consiguiente, sigue siempre ahí y ahí seguirá, inextinguible. O tiende a refugiarse ingenuamente en la confianza o quiere deshacerse definitivamente de ella. Sospecha y confianza, en dosis y momentos apropiados, siguiendo la empírica ley de la oportunidad, generan una tensión luz/sombra en la psique del terapeuta que puede tender al diálogo, a ese diálogo temporal (terminable, pues) y donde tengan cabida las críticas y las reflexiones, las esperanzas y el acuerdo. El encuentro terapéutico, más que de sustancias unívocas, va a depender de estas ecuaciones y de estas tensiones. Ahí es donde cabe estudiar el perfil del terapeuta, y la justificación del largo proceso didáctico y de supervisión al que se ve necesariamente abocado quien quiera convertirse en psicoterapeuta.

Por lo pronto, hay que decir también que esa sombra del terapeuta, que va a acompañar a la del paciente, puede sumarse al lenguaje que ambos se conceden bajo la forma de la limitación. Esa es una de las cualidades más importantes y positivas de la sombra: su capacidad de servir de contorno y límite. Sin sombra, el lenguaje terapéutico se expandería creyendo que todo lo puede iluminar. Pero la sombra, como nos recuerda el Trevi de “Metáforas del Símbolo”, puede servirnos aun de perfil, de límite, y de definición. El lenguaje terapéutico, ya en esta faceta de diálogo conclusivo, se abrirá delimitando su función al encuentro de psiques que se da en la psicoterapia: gracias a la sombra, entonces, el lenguaje del encuentro se deslizará ni más allá ni más acá de eso. 

Palma de Mallorca, Junio del 2001



Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
Infórmate sobre su próxima conferencia: La Pérdida en la Psicología Analítica.

El encuentro terapéutico 6/7

Otra de las cuestiones más importantes que se relacionan con el horizonte simbólico (y, por lo tanto, con el símbolo, la creatividad y la metáfora) es el conjunto de operaciones dialógicas que generan vías de tránsito, puentes de la psique hacia el futuro. Quizá no se ha sabido comprender bien qué significaba ese bloqueo del que nos hablan una y otra vez los pacientes, y que en la cita nos recuerda Jung (“Fines de la Psicoterapia”, de 1929). Ese bloqueo de la conciencia, con su no ver ya más delante de sí, obliga por un instante a la parada psíquica. Mas la psique es vida, y, al ser vida, reacciona ante la parada con una movilización inconsciente, con esas fuerzas que proceden de la naturaleza. Algo hay que hacer pues para responder al bloqueo desde el plano de la conciencia, si no queremos asistir al desbordamiento inconsciente. Y puesto que el nivel racional y lógico parece estar fuera de concurso, entonces a Jung no le queda más remedio que plantearse la vía hipotética, con su búsqueda de nuevas vías y de posibilidades escondidas.

En la  fase que hemos convenido en llamar del horizonte simbólico, al terapeuta le conviene en entrar en diálogo puro con cada paciente. Deshechas las certezas de sus conocimientos generales, el material psíquico sobre el que basar el diálogo debe ser el material onírico, o cualquier otro material psíquico (intuición, creación, metáfora o símbolo) que, ya con una conciencia dispuesta, va a suministrar el paciente. Se trata de que el paciente indague o hipotice con sus propios medios, y de que el terapeuta le acompañe en esa pesquisa y en esa búsqueda de nuevos horizontes.

Eso significa que el terapeuta debe adoptar una postura hermenéutica muy particular. Ahora el texto, la narración, el empuje, se va haciendo propio, esto es, del paciente, y el terapeuta sólo recoge, interviene, sobre materiales ya sintetizados. En efecto, esta fase no es fácil para el terapeuta porque su preparación previa le ayuda muchísimo en las dos primeras, allí donde el método analítico de una forma u otra jugará un papel preponderante. En la fase del horizonte simbólico, en cambio, el método por excelencia sería aquel método sintético-hermenéutico del que Jung nos habló, incluso con un acento mayor sobre la síntesis.
Frente al material psíquico, entonces, el terapeuta no hará más que esperar ahora cómo el paciente relaciona, combina o intuye significados ocultos, en una operación donde ese material trasciende su presencia de material unívoco para convertirse en elemento de una red multíplice (la red de relaciones intrapsíquicas e interpsíquicas que sirven al paciente de referencia combinatoria). Sólo después interviene el terapeuta, validando el proceso y poniendo a disposición su misma red combinatoria para ampliar, si es preciso, la valencia alusiva y simbólica del material originario.

No es fácil el desarrollo de esta fase. El elemento crucial para que se constituya y se elabore está a caballo del olvido y de la confianza. El terapeuta debe saber olvidar, o contextualizar, que es lo mismo, el dolor inicial y la psicopatología; la asimilación y la integración de los complejos es garantía suficiente para la superación de las dos fases iniciales (obviamente, es necesario que se hayan dado), así como que el esclarecimiento debe haber servido para fortalecer la dimensión del encuentro. Pero la dimensión efectiva del encuentro sólo encuentra su progresión en las áreas de confianza. El terapeuta debe dejar que el paciente combine de las tres formas que cabe hacerlo, debe poner a prueba esa disposición de la conciencia en el paciente, y debe saber esperar a que éste cumpla sus operaciones.

El material basilar, así, va  a convertirse en símbolo, creatividad y metáfora de acuerdo con las posibilidades combinatorias de una conciencia dispuesta. El material deviene simbólico en la medida en que, siguiendo a Trevi, está preñado de significado, es decir, desde el momento que la conciencia percibe ese algo más, ese excedente de significado del que el símbolo es portador. El símbolo es aquella forma que alude desde sí a otras posibles formas por lo pronto no representadas pero que existen de alguna manera virtual e implícita en la forma simbólica. El símbolo es también portador de una dimensión temporal excedente, puesto que su alusividad se dirige hacia el futuro cargándose de una expectativa que será de una u otra forma evaluada más adelante.

Lo cierto es que la función simbólica desbloquea una energía que dinamiza la psique de manera muy distinta a la psicopatología. Maria Ilena Marozza nos ha hablado de la eficacia terapéutica del símbolo, de esa manera en que la psique individual del paciente alcanza un sentido cuyas fuentes colectiva e individual se abrazan en una perfecta circularidad.

La creatividad aparece en ausencia de material primordial. La conciencia, esta vez dispuesta ante el vacío de manera más confiada, ilumina un material novedoso que hunde también sus raíces en la experiencia individual, como puede ser atravesada por el poso de una experiencia colectiva. Lo importante es que el vacío es considerado por la conciencia una simple aurora del sentido, un momento preliminar que, si está al acecho, puede convertirse en materia creativa. Habría que reflexionar sobre el papel del encuentro terapéutico para favorecer operaciones de este estilo. De alguna parte sale la confianza que la conciencia del paciente tiene a la hora de considerar el vacío. Es muy posible que sea una confianza asimilada desde las posiciones del encuentro.

Lo que es cierto sin duda es de la eficacia terapéutica de la operación. Una psique dispuesta en el sentido de la creatividad es una psique más plástica, más abierta y más activa. Pero no sólo es activa, sino que incluso se convierte en activadora, tanto de sí  misma como de las demás. El peso existencial, el silencio del futuro reciben en la creatividad un impulso inusitado. De la soledad puede aparecer la obra, del vacío la presencia, dando razón de aquella máxima de nuestra especie en la que, a la par que ser sujetos de la historia, hacemos historia, poniendo en marcha mecanismos novedosos que dan nueva luz sobre la incertidumbre y la precariedad.

Y también tiene eficacia terapéutica la puesta en marcha de la función metafórica, función que depende también del nivel del lenguaje que el encuentro terapéutico haya favorecido. La metáfora proviene de una función no muy estudiada, y que facilita la comunicación deshaciéndose de alguna manera de los códigos lingüísticos y comunicacionales al uso. En la operación metafórica, como nos recuerda Carretero, los códigos no desaparecen, sino que se convierten en referencia figurada para el juego de lenguaje que emplean los interlocutores. De la eficacia de la metáfora, así como de la ironía, probablemente esté aún todo por decir en psicoterapia. Lo cierto es que se requiere una cierta disposición de la conciencia, esta vez al juego, de la misma manera que depende de un consenso empático que hace de la relación algo que va más allá de lo puramente formal, pues la convierte en relación que genera un mundo, al establecer niveles de comunicación entre individuos no determinados por las reglas generales, las cuales sirven, sin embargo, de referencia anterior y posterior al juego metafórico mismo.

Dice Carretero (“la Psicología Analítica o el Arte del Diálogo”, 1999): 

“Dentro de la dinámica psíquica, la función metafórica conecta aspectos de dentro con aspectos de fuera, conecta aspectos de un nivel de experiencia con otros niveles de experiencia, avanza desde un elemento la realidad del elemento sucesivo, apoyándose en una virtualidad poyética que es capaz de aludir eludiendo, sin identificarse de manera fija como sujeto ni tampoco en la cosa dada [...] ¿Cómo son posibles los deseos, cómo es posible que de un deseo pueda instaurarse un proyecto y luego, caso de actuarlo, lleguemos a modificar aquel deseo inicial, sea ampliándolo, desechándolo para una situación futura o remodelándolo con leves retoques? Es decir, ¿de qué están hechas nuestras modificaciones cuando lo que barajamos dejan de ser únicamente datos de realidad? ¿Cómo llegamos a ser capaces de casar nuestras fantasías e imaginaciones –avanzadillas de un futuro deseado- con los datos de la realidad cruda y tangible, hasta establecer con esas distintas funciones, operaciones muy sofisticadas del nivel de experiencia que llevan a remodelar la disposición misma a nuevas fantasías e imaginaciones? [...]  La función metafórica es la que se encarga de poner en relación dinámica aquellas funciones distantes o que pertenecen a planos completamente distintos. Sólo ella llega a colorear la vivencia, cuando se encuentra bajo el empuje de una función particular, con esa dimensión virtual que alude a la función sucesiva, esa función completamente diferente en lo espacial, lo temporal y lo cuantitativo. Se trata, pues, de una macrofunción o función de funciones. Cuando pensamos amparados por la función metafórica, las ideas concretas exceden el ámbito del pensamiento mismo: se transfieren a los datos de realidad, así como a los del recuerdo, del afecto y, por qué no, a los de las creencias personales o a las propias utopías, sin tampoco abandonar el nivel del pensamiento. Un pensar metafórico, entonces, está hecho de ideas, pero no sólo de ideas: además, más allá o después de ellas está ya aludido todo un mundo de sensaciones que gravitan virtualmente sobre el campo de las ideas mismas, conformando ese matiz metafórico que hace que lleguemos a decir que las ideas ya no son sólo ideas”. (Clic aquí para pasar a 7/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
Infórmate sobre su próxima conferencia: La Pérdida en la Psicología Analítica.

El encuentro terapéutico 5/7

Una vez encaminadas las vías del esclarecimiento, el encuentro, ya perfectamente instalado en una dimensión de comprensión de la situación psíquica que lo ha puesto en marcha (el dolor, la psicopatología, confesión y esclarecimiento, orden general e individual), suele encaminarse hacia terrenos de combinación de materiales psíquicos entre terapeuta y paciente con el ánimo de que algo nuevo acontezca. En definitiva, de poco serviría el confesar la problemática, e incluso esclarecer la naturaleza de su génesis y definición, si no pudiéramos pensar que de ello iba a derivarse una –aun mínima- transformación de la personalidad. En efecto, fruto de la confesión y el esclarecimiento, la psique va ensanchando su campo de conciencia con materiales provenientes de la reflexión, de la integración y de la asimilación. Ese ensanchamiento, que Jung denominó la educación psíquica y que nosotros podemos definir como fase del horizonte simbólico, es otra fase del lenguaje del diálogo sobre la cual recaen algunas reticencias.

Las reticencias de las que estamos hablando son siempre de preocupación por la influencia a la que el terapeuta puede someter al paciente. A nuestra manera de entender, en psicoterapia, como por ende en cualquier terapia o en cualquier arte, la prudencia y la gestión a cargo de la conciencia deben estar aseguradas. Eso es claro, así como debe encauzarse desde el principio el nivel sobre el que tenemos que modular el encuentro. Ese encuentro debe ser terapéutico, pero la psique no es un mero amasijo de órganos mal conocidos: participa de una permeabilidad y transformabilidad sin igual en el reino de la materia estable; aparece un complejo, se inerva energéticamente, desequilibra el conjunto, y la operación resultante es el aparecer de una transformación patológica. De la misma manera, desde el dolor (siempre desde él y hasta el final), podemos imaginar el proceso psicoterapéutico como un proceso que esclarece las dinámicas psíquicas y que, por lo tanto, puede restablecer los flujos de dinámicas intrapsíquicas antes sometidas e impedidas por el influjo del complejo cargado. El restablecimiento del funcionalismo psíquico se genera siempre en psicoterapia a través de una experiencia dolorosa, llamémosle fracaso, culpa, neurosis o delirio. El funcionalismo que vuelve a poder operar ya no va a hacerlo como si el dolor no hubiera existido nunca, sino precisamente a partir de él. Esa es la primera transformación. Si el encuentro sigue adelante, y sabemos que la transformación psíquica precisa, aparte del nivel de la conciencia, de un territorio sobre el que experimentar, bien podemos imaginar que la psique seguirá un camino de transformación ulterior gracias a la experiencia y puesta en marcha de ese funcionalismo restablecido si lo ponemos en relación a un territorio novedoso.

¿Cuál es la finalidad de esa segunda transformación? ¿Por qué no interrumpir la psicoterapia una vez llegado el esclarecimiento psicopatológico? Pues porque en el diálogo, a la psique le ocurre algo parecido a lo que le sucede a un lector que está enfrentándose a una novela. Después del comienzo, puestos el marco y la exposición de la trama narrativa, alcanzado pues el nudo, el lector quiere un desarrollo y un desenlace. Al lector, se diría, le apetece sorprenderse, le apetece alcanzar vivencias novedosas, aprender e introducirse en un terreno antes desconocido y ni siquiera vislumbrado por el empaque de la exposición y el nudo.

El paralelismo entre la lectura de una novela y el proceso psicoterapéutico podría parecer infructuoso si no reflexionamos  en la escasa inocencia de la lectura de una novela: tanto el autor como el lector se introducen a través del texto en terrenos de experiencia psíquica. Pensar que la escritura y la lectura no cambian a las personas, es desconocer el efecto psíquico que puede tener la cultura sobre el funcionalismo psíquico de conjunto, así como los efectos oscuros pero existentes en negativo que la no cultura ejerce sobre la misma. La cultura no es, pues, un terreno especulativo y donde acontecen meras cuestiones imaginales y sin trascendencia sobre la vida real. La vida real, ésa es la principal lección de Jung, acontece sobre la entera psique, desde la entera psique: navega tanto en los antros de la cotidianidad como en los horizontes de lo imaginado, soñado o buscado; hunde sus raíces en el origen, como despliega sus alas hacia adelante, hacia el futuro, hacia lo todavía no conocido. Y ese conjunto de experiencias y vivencias son las que transporta precisamente la cultura, único referente de las polaridades y, sobre todo, de las posibilidades de su discernimiento y comprensión.

No estar en la senda de un posicionamiento cultural, significaría no conocer en profundidad eso que nos cuentan los pacientes sobre el malestar: aquella transformación deseada e inalcanzable, sólo posible como una realización no mediada por la conciencia, que se da en el delirio; el peso y la culpa de la pérdida de algo quizá amado pero no reconocido, como en la depresión; el lastre de la pérdida de toda proyectualidad y esperanza, frecuentísima en todos los ámbitos de la psicopatología; el temor pánico de que en el inmediato futuro vaya a suceder algo irreparable, como en la neurosis de ansia; o el miedo indeterminado de un acontecer continuo de lo desconocido, de una inmensa e impensable transformación de las cosas, sensación difusa y abstracta que precede a la irrupción de las psicosis.

Los síntomas que la psique presenta cuando su pulso fracasa en la tarea de pervivir de forma adecuada en el tiempo, se distribuyen por igual en temáticas del pasado, del presente y del futuro. La psique se mueve siempre con todos los tiempos verbales. La prudencia aconseja pues que la psicoterapia empiece por el principio de su narratividad: por el dolor, la psicopatología, el poner los pies en un territorio ya acontecido o que está aconteciendo ante la inmediata conciencia. Pero la misma prudencia nos induce a dejar que el diálogo se introduzca al cabo de un tiempo en territorios de futuro, ponga a la prueba su prudencia a la hora de caminar y dirigirse hacia un mundo de proyectos, puesto que de su conclusión o ausencia, también quedarán afectadas las funciones psíquicas y el funcionalismo en su conjunto.

De ahí que la dimensión de la novela pueda servirnos de metáfora del lenguaje que es prudente adoptar en la sede psicoterapéutica. Nuestras observaciones y silencios, nuestras dudas o certidumbres (la certeza absoluta queda lejos de cualquier pretensión realista), atravesarán el lenguaje dejando que brote en el paciente un lenguaje ahora distinto, que debemos acoger hermenéuticamente también en clave distinta. Se trata del lenguaje típico de las artes en general y de buena parte de los expedientes de la cultura. Es el lenguaje que convoca las funciones simbólica, creativa y metafórica, como funciones que reúnen a su vez una cualidad intrapsíquica y una cualidad dialógica.

En la fase del horizonte simbólico, el diálogo psíquico va a poner en juego un lenguaje que conduce al ejercicio de estas tres funciones. Y lo va a hacer pensando en la eficacia terapéutica, es decir, que no es ésta una fase sólo especulativa, sino también pragmática. Sobre la eficacia simbólica, el mismo Jung y otros posjunguianos (Mario Trevi, Amedeo Ruberto, Maria Ilena Marozza) nos han comentado muchas cosas interesantes. Sobre la eficacia de la creatividad y la metáfora, otro posjunguiano (Ricardo Carretero) dedicó parte de su tesis doctoral (1999) y un ensayo en el año 2000.

Para aclararlo, nos serviremos de unas citas:

“Que una cosa sea o no un símbolo depende sobre todo de la disposición de la conciencia que observa: de la disposición, por ejemplo, de un intelecto que considere el hecho dado no sólo como tal, sino también como expresión de factores desconocidos. 

Una de las temáticas menos estudiadas de Jung es la de la disposición de la conciencia. Como en esta cita previa, entresacada del “Símbolo de la transformación  de la misa”, Jung deja entender que el hecho simbólico es un hecho necesariamente mediato de la conciencia. Es decir, el símbolo no es sólo una expresión directa de material inconsciente, cuya energía fuera suficiente para marcar la psique con el acontecimiento simbólico. Para que un material sea “vivido” como simbólico, pues, es necesaria la participación de la conciencia, una participación no pasiva, sino que se trata más bien de una orientación general de la conciencia totalmente activa. Sin esa disposición, no podemos abrirnos a la experiencia simbólica.

“Aunque un símbolo puede decirse vivo sólo cuando es, aun para el que observa, la expresión mejor y más elevada posible de algo presentido y todavía no conocido. Sólo de esa manera éste provoca la participación inconsciente, y llega a generar y a promover la vida.”

En esta otra cita de Jung, vemos la naturaleza premonitoria del símbolo, hija de la disposición consciente, pero que logra provocar la participación inconsciente precisamente por su carácter  intangible, al escaparse de lo ya conocido, y generar un arrastre que promueve la vida. Según esta definición, debemos considerar al símbolo como una especie de acontecimiento vital, como un fenómeno psíquico portador de vida en los términos de apertura del significado.

“La mayor parte de mis pacientes ha agotado los recursos de su conciencia, lo que equivale a la expresión inglesa: ‘I am stuck’, estoy bloqueado. Sobre todo por ello estoy obligado a buscar nuevas vías, posibilidades escondidas; porque no sé qué debo responder a la pregunta: ‘¿Qué me aconseja? ¿Qué debo hacer?’. Tampoco yo lo sé. Sé sólo una cosa: que si mi conciencia no ve ya frente a sí ninguna vía y por consiguiente se bloquea, mi psique inconsciente reaccionará a esa insoportable parada.” (Clic aquí para pasar a 6/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
Infórmate sobre su próxima conferencia: La Pérdida en la Psicología Analítica.

El encuentro terapéutico 4/7

3. El encuentro y el lenguaje

“Si nos preguntáramos qué busca el hombre, qué desea realmente, veríamos que lo que quiere no es en absoluto lo que suponía Voltaire. Él creía que los hombres deseaban la felicidad, la satisfacción, la paz, pero esto no era cierto. Lo que ansiaban era hacer funcionar todas sus facultades del modo más pleno, de la manera más violenta posible. Deseaban crear, hacer, y si este hacer conducía al choque, si los llevaba a la guerra, a luchar, esto era entonces parte de la condición humana. El hombre colocado en un jardín à la Voltaire, en uno reducido y podado, en uno cultivado por algún sabio philosophe conocedor de la física, la química y la matemática, y de todas las ciencias que los enciclopedistas recomendaban, sería un hombre muerto en vida." Isaiah Berlin


Como es de suponer, el encuentro terapéutico, que, en su vertiente de lenguaje, vamos a llamar diálogo terapéutico, aparte de estar fundamentado en el dolor, en la búsqueda de alivio de éste, y de enmarcarse en un ámbito psicopatológico, contendrá muchas otras cosas.

Tras el plano del dolor y de la psicopatología, acontece la vivencia individual, en toda su extensión. El lenguaje psicoterapéutico, pues, distribuye el diálogo en dos individuos que comunican entre sí. Esa comunicación, o “puesta en común” del lenguaje, obligará a cada individuo, en primer término, a enraizar su discurso en lo que le es propio, en su entera dimensión individual. A partir de ahí, a partir de ese momento de cruce de unicidades, paciente y terapeuta relatarán vicisitudes de su mundo particular (cada uno desde su posición efectiva en el encuentro), en lo que concierne al dolor, a veces a través de la psicopatología, pero también en lo que concierne a la propia individualidad y sin que participe ninguno de los “motivos” apenas reseñados. Así, el individuo, especialmente el paciente, abre su lenguaje hacia áreas tales como la manera de ser, las aficiones, las inclinaciones, su visión del mundo, su entera memoria, su situación actual, sus proyectos.

Pero, de nuevo, todo va a depender del tipo de encuentro. Quiere esto decir que, según la modalidad del encuentro, va a ser posible que los interlocutores (en particular, el paciente) abrace todas estas temáticas con soltura y libertad. Quizá se haya  tratado mucho el lenguaje desde la dimensión individual, desde una diferenciación de base tomada al pie de la letra. En esa óptica, el lenguaje del paciente ha sido reducido en muchas ocasiones a mera expresión psicopatológica, y el lenguaje del terapeuta a mera expresión técnica, existiendo para éste a menudo indicaciones, precauciones y sugerencias sobre el tipo de lenguaje a emplear, siempre según las características del paciente (subsumidas de la psicopatología) y según las escuelas de psicoterapia que le sirvan de apoyo.

Pero existe igualmente la lengua, el lenguaje del encuentro, que pone en circulación, si dicho encuentro es positivo, toda la espera del ser, todos sus planos, tanto en el paciente como en el terapeuta. Ese contacto positivo hace que el dolor, la psicopatología y los instrumentos técnicos del terapeuta, se relativicen frente a un hecho más general y de mayor importancia: el encuentro humano que, acogiendo la demanda inicial  y a expensas de todo discurso psicopatológico, recoge esa fundamentación y la pone en una línea de partida, desplegándose el lenguaje en la dirección del ser y del sentido, es decir, proponiéndose cruzar la frontera patológica, para instalar su meta en la experiencia del encuentro mismo, es decir, deslizándose paulatinamente hacia la individuación. Todo proceso psicoterapéutico sería, entonces, la plasmación en lenguaje psíquico del encuentro entre dos seres humanos,  que trascienden su papel como terapeuta o paciente en la relación,  para encaminarse progresivamente hacia la relación posible entre seres humanos, recogiendo el fruto de sus transformaciones.

Desde luego, en un principio las figuras de terapeuta y paciente deben de estar muy claras. El dolor, la psicopatología, la personalidad: hay que comprender, escuchar, dejar que salga la expresión (o la impresión) del dolor. El terapeuta debe tomar cura de esa fundamentación de la demanda, la cual le fundamenta también a sí mismo. Estamos al principio, en una fase que Jung denominó fase de confesión, y a la que le admitió procedencia freudiana. Obviamente, si el lenguaje del encuentro sigue pacientemente esas vías de escucha de la expresión e impresión del dolor, el paciente con frecuencia elige una forma de relacionarse que podemos llamar parental, es decir, se relaciona con el terapeuta como, en otra escala y en otro tiempo, se relacionó o pretendió relacionarse con sus padres o con las figuras familiares que ejercieran ese papel. Se inaugura así la llamada transferencia, es decir, el trasvase imaginal de material relacional entre paciente y terapeuta a una metaforización de la relación hijo-padres, haciendo coexistir momentáneamente ambas formas de relación.

Se ha dado muchas vueltas a este asunto. Se ha hablado, entre otras cosas, de transferencia positiva o negativa, de transferencia en su relación con la contratransferencia. Probablemente, todo dependa del dolor: el dolor está emparentado con la sed, con el hambre, con la curiosidad, con cualquier tipo de apetencia no satisfecha. La persona que percibe esas impelentes necesidades, espera de una u otra forma una satisfacción, un aplacamiento, un alivio. Cualquier persona capaz de vehicular o acompañar la satisfacción en otra de esas necesidades, será captada por la primera como parte de su familia, de su parentela. Eso es lo que explica el nacimiento y posible persistencia de los vínculos familiares, de los vínculos producidos por la amistad y  por el amor. Todos ellos dan fe de la secreta esperanza de que las relaciones significativas sean capaces de acompañar el alivio de las necesidades básicas.

Bien, como ya hemos dicho, la psicoterapia es un modelo de relación que, partiendo del dolor del paciente, se instituye bajo la premisa de la búsqueda de un alivio, para conducirse luego hacia la panorámica existencial y la búsqueda del sentido, en un camino progresivo que Jung denominó “proceso de individuación”. En un principio, pues, el lenguaje de la relación terapéutica, que inicia por la expresión e impresión del dolor del paciente y la escucha atenta y partícipe del terapeuta, esconde ya un modelo transferencial en el que están implicados tanto el paciente como el terapeuta. En verdad, si pensamos que esas posiciones  del comienzo se desarrollan en una suerte de confesión, para que ésta se produzca va a ser necesario que ejecuten su papel tanto el que se confiesa como el que se posiciona en el papel de confesor. Queremos decir que, desde el principio de la escucha del dolor, la psique del terapeuta ya sea mueve –junto a la psique del paciente- en un orden transferencial. La transferencia, así, podemos comprenderla desde su esencia de lenguaje, un lenguaje que da voz a la dinámica transferencial que acontece a ambos lados de la relación, en ambas psiques, de manera contemporánea. Será un lenguaje hecho de voces y de silencios, en el que la expresión del dolor y la demanda y,  por otro lado, la escucha, el acoger y la primera comprensión, traduce desde el principio la esencia de un lenguaje transferencial.

Desde luego, en la psique de los dos interlocutores que comienzan el diálogo psicoterapéutico, existen otros factores que acompañan al dolor y a la escucha del dolor. “La psique es mundo”, que dijo Jung. Por lo tanto, un sinfín de particularidades de ambos lados, muchas de ellas no emparentadas con el dolor ni la psicopatología, van a cruzarse en el lenguaje transferencial. Y nótese que ya hemos denominado diálogo psicoterapéutico a la psicoterapia. La definición de diálogo es la que nos permite pensar en el lenguaje, en la transferencia desde una panorámica dual, no escindida. Todo lo que sucede a una psique está relacionado con lo que le sucede a la otra. Los factores predeterminantes que hasta ahora se han señalado como los más importantes, el dolor y la psicopatología en el paciente, deberán relacionarse con la personalidad y el perfil del terapeuta. El diálogo, en efecto, recalará en ambos, de la misma forma que procede de ellos y, a su vez, los transforma.    

En la primera fase de la psicoterapia, pues, el diálogo despliega un lenguaje que parte del dolor y la psicopatología (con su escucha y acogimiento respectivos) y que se encamina ya al cruce de personalidades, por lo pronto enmarcadas en una dinámica transferencial y de confesión pero que se deslinda hacia el conocimiento mutuo y la puesta en acto de la empatía. Este fenómeno de la empatía, hasta ahora definido sólo como la capacidad del terapeuta de “sentir” o “compartir” el dolor del paciente, habría de ser comprendido en ambas direcciones. En efecto, no hay que menospreciar las dotes de los pacientes de “intuir” el dolor que proviene de la experiencia y las vivencias del terapeuta. La empatía, además, no es una capacidad abstracta: se desarrolla, si es que se desarrolla, en una determinada situación dinámica, nunca en el vacío ni en la mera subjetividad. Y esa intuición mezclada de la facultad de compartir el dolor y los demás sentimientos del otro, se inscribe en el lenguaje del encuentro dejando que, sea cual sea la voz o el gesto que inaugura una temática, ésta sea recogida por el otro “como si fuera propia”. Ese participar efectivamente de lo expuesto por el otro, hasta considerarlo como si fuera propio, es decir, tratado con toda la cautela y el afecto que se deposita en lo propio, no es sólo materia necesaria para instaurar cualquier tipo de diálogo, sino que además, una vez trasladada al lenguaje del encuentro y del diálogo terapéutico, posee claras virtudes terapéuticas.

Desde luego, el proceso terapéutico no puede ser concebido como una eliminación del dolor y del sentimiento, esto es, como una erradicación de los sentimientos y vicisitudes que crean inquietud y desazón a la psique. En eso estribaría un procedimiento de naturaleza mágica o bien de naturaleza quirúrgica. No, la psicoterapia es realmente efectiva sin tener que apelarse a la extirpación del mal, puesto que la psicodinámica engulle definitivamente el concepto de “mal”, de lo maligno. La psicodinámica concierne a las funciones psíquicas, a los complejos, a los núcleos patógenos entendidos como “cargas energéticas”, producto de la descompensación o del “retorno de lo reprimido”. Quiere esto decir que a la psicoterapia de corte dinámico le basta “desactivar” ese exceso de carga energética, “rebajar la inervación de un complejo”, descubrir la relación entre negación y re-presentación de lo negado (en clave freudiana), para que lo patógeno (que es tal sólo en función de la carga, predominio, negación, inervación), aun no desapareciendo como material psíquico, se convierta en no patógeno.

Por eso juega un papel tan relevante, en la primera fase de una psicoterapia, el lenguaje que se cruza en el encuentro terapéutico. El conjunto de confesión, dinámica transferencial y empatía, se ubica en el área de lo dual, del compartir, de callar o de hablar, de esperar y de escuchar, desubicando la psique de cada interlocutor del aislamiento y poniéndola en relación terapeuta-paciente, es decir, trasladando a las psiques a un espacio y a un tiempo compartidos, sin eliminar por ello la distinción de base que les ha llevado hasta allí, pero sin ocultar tampoco esa similitud de fondo (la similitud que procede del consenso que se establece sobre la importancia que tiene para el ser humano la experiencia vivida por el otro, independientemente de las circunstancias). De ese consenso y de esa confianza en el “valor” de la experiencia del otro, va a depender todo el lenguaje que aparece desde el principio de la psicoterapia. (Clic aquí para pasar a 5/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
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El encuentro terapéutico 3/7

2. El encuentro y la psicopatología

“Lo que intentamos comprender es todo el ser en el mundo del paciente, en el sentido de acoger la oculta profundidad de la superficie.”
Ferdinando Barison  


Justo después del reconocimiento del dolor como elemento fundador del encuentro terapéutico, en su dimensión explícita o implícita a ambos lados de la relación, hay que decir que el encuentro, ese contacto entre psiques que ahí se da, hallará otra medida de su “terapeuticidad” en la visión psicopatológica con que se estructura.

Podemos decir que la psicopatología es aquella ciencia que, en su abrirse de continuo e inagotablemente al modo de ser del otro, al conjunto de sus vivencias, a la red de sus experiencias, combate con mayor firmeza esa tendencia a convertir el encuentro en un ars especulativa que reduce la psique del paciente a mera expresión del daño psíquico visto panorámicamente desde una visión general de lo patológico. En efecto, entendemos por psicopatología ese arduo caminar por el encuentro con el paciente con la clara intención de dar cabida a sus vivencias, de comprender tanto la génesis de sus experiencias como esa particular modalidad en que son leídas desde el interior.

Es obvio que estamos hablando de una psicopatología basada en recoger lo individual y lo particular del ser mismo del paciente, de un ir a su encuentro para comprenderlo en su unicidad. Estamos hablando de la tradición psicopatológica que toma inicio con Jaspers y  llega hasta nuestros días, enraizada en esa búsqueda de no reducir la esencia de los pacientes a meras expresiones de clasificaciones generales entresacadas de la especulación.

Con esto no queremos decir que sean abominables las interminables nosografías de tipo psiquiátrico. En ocasiones, esas pueden servir a la comunicación general entre terapeutas o para investigar determinadas vertientes tipológicas o para establecer comparaciones entre unos y otros, o incluso para comprender lo único desde la escala de lo general. Es decir, sin lugar a dudas cada clasificación nosológica significa una apertura al modo de comprender de quien las determina,  iluminando de tanto en cuanto aspectos desconocidos o desatendidos de la psique de los pacientes y organizando las facetas intuitivas de los terapeutas que las construyen. Todo ello puede resultar importante como bagaje cultural del terapeuta, como escucha de esas otras escuchas basadas en la nosografía.

Pero esas clasificaciones no pueden servir de atajo para favorecer el encuentro. Ninguna reducción del otro ha facilitado nunca el encuentro verdadero con él. Y si surge un encontronazo, porque el paciente interpreta que se le atosiga con un ánimo reduccionista, en lugar de soslayar la mirada y citar la famosa resistencia, como si esto esquivase nuestra responsabilidad, habríamos de preguntarnos si esa resistencia no sea, en primer lugar, legítima,  plasmando la psique su capacidad de lucha por lograr la plena expresión y el pleno respeto de la circunstancia interior y, en segundo lugar, si ésta no sea incluso pertinente, pues una psique que deja abatir su verdad (su modo particular de ser en el mundo) sin oponer resistencia, para transformarse luego en simple parte de una Verdad incontestable (la aportada por el modelo general que reduce la experiencia de lo individual), puede ser que definitivamente se esté encaminando hacia la alineación y el desempeño.

La psicopatología, entonces, no debe alejarse nunca de la dimensión individual, a pesar de merodear una y otra vez en la dimensión general, sirviéndose de ésta para lograr el justo intercambio comunicativo. Se trata de no lanzar miradas estáticas, del tipo de cómo obtener un rápido diagnóstico, sino más bien dinámicas, abiertas, progresivas. La auténtica psicopatología no juzga el estado psíquico, como si la psique fuera y hubiera sido siempre una suerte de reloj parado, sino que observa e intenta comprender los entresijos dinámicos del dolor, cuándo apareció por ver primera, cómo afecta a las vivencias actuales, de qué manera podría suponerse una transformación de sentido que aligerase su peso y su vigencia. El obtener un diagnóstico sin fisuras ni matices, pues, no puede considerarse una meta compatible con el buen entendimiento con el otro, lo cual es la muestra de estar bien dispuestos al encuentro terapéutico. La unicidad e irrepetibilidad del otro obliga a una mirada más prudente que la del diagnóstico definitivo, de la misma manera que el posicionamiento de la psique en el tiempo precisa de una mirada continua y progresiva,  de alguna manera provisional, siempre abierta a una nueva vivencia o a una variación en la dinámica psíquica.

Nos lo aclara Mario Trevi, una de las voces críticas más iluminantes del mundo junguiano, en “Discusiones y principios de terapia de inspiración junguiana” (2000):   “En realidad, él  [el psicoterapeuta]  debería, de vez en cuando, saber suspender todo modelo ya elaborado y disponerse, frente al sufrimiento psíquico, en un estado de incondicional apertura. Se trata de la apelación al socrático saber que no se  sabe al que recurre el mejor Jung, el Jung fiel a sus premisas problematicistas. Bien mirado, es precisamente esta condición de apertura que ha permitido la elaboración  de tantos modelos distintos y que continuamente se diversifican en la psicología profunda de nuestro siglo. Pero también la condición de apertura (y de ignorancia inicial) tiene un límite: todo psicoterapeuta debe reconocer que tiene que apelarse a algún punto, a algún esquema interpretativo, aunque sea dúctil, cuya tarea es la de constituirle en su acercamiento al otro. No podemos eliminar del todo la pre-comprensión o el pre-juicio, en el sentido que la hermenéutica, la teoría de la interpretación, le atribuye a estos conceptos.  Pero lo que podemos hacer es tomar las distancias de la pre-comprensión y del pre-juicio, esto es, hacer uso de ellos y contemporáneamente relativizarlos. La sabiduría práctica (lo que los Griegos llamarían la phrónesis) reside en volver relativa la perspectiva, es decir, en tener siempre presente que, más allá de ella, existen multíplices perspectivas distintas.”

Se trata, entonces, de usar una visión psicopatológica donde el otro pueda incorporar su voz, el relato y sus silencios alrededor de cuanto le aqueja, y donde el terapeuta haga un uso responsable y relativo de sus conocimientos generales, más como apertura a la comprensión que como síntesis final de la experiencia del otro. De esa manera, el ars especulativa (los esquemas y sistemas psicopatológicos) ejerce una perfecta circularidad con el ars empírica, donde el acontecer de lo único e irrepetible, encuentra libre camino para desplegar su expresión y su impresión. Esa circularidad se manifiesta cuando ambas artes se relacionan según un modelo de límite y de complementariedad, cuando no sólo no se niegan una a la otra, sino que se supeditan y se detienen cuando las necesidades de la otra  así lo dictamina.

Es como si existieran dos extremos que confieren importancia por igual a la psicopatología. El extremo de lo general, del orden, de los esquemas y de las sistematizaciones nosográficas; y el extremo de lo individual, de lo novedoso, de lo que se sustrae y sorprende a lo general con la irrupción de su unicidad e irrepetibilidad a través de los fenómenos psíquicos, a través de vivencias particulares que unifican el sustrato de la personalidad. Nosografía y fenomenología, pues, son las dos derivaciones de la ciencia psicopatológica, ciencia que es tal porque abarca ambas derivaciones y porque ninguna de ellas ha logrado deshacerse de la otra ni es presumible que así suceda en el futuro.

Se seguirá hablando de patologías, de psicosis, de esquizofrenia, de neurosis o de otros cuadros, pero frente al encuentro terapéutico, ninguna de esas denominaciones podrá nunca pretender acortar siquiera de un milímetro la compleja red fenoménica que toma vida en la singularidad del individuo. Es en ese individuo donde pueden descubrirse nexos con otras unidades, la importancia de las relaciones, el tejido familiar y antropológico, a veces también histórico, que acompaña la insurgencia del malestar, del dolor y el sufrimiento, pero también la insurgencia de una determinada personalidad, con sus proyectos, con su formar de afrontar las experiencias, con esa particular “sintaxis” que une lo sano y lo patológico, y que distribuye, según un orden subjetivo, determinadas vivencias en el terreno de lo sano y los elementos que componen el terreno patológico. Pero para hablar de individuo debemos atender a toda su inabarcable complejidad, debemos estar sin ánimo restrictivo a la escucha de todo lo que nos relata y sugiere.

Lo que sin duda es cierto es que una visión psicopatológica equilibrada entre sus dos vertientes, favorece el encuentro terapéutico, avanzando según una andadura donde el rigor especulativo no desestima los deberes de la justa empatía, empatía que conduce al terapeuta al encuentro del paciente con el interés y la curiosidad que supone el contactar con lo irreductible. (Clic aquí para pasar a 4/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
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El encuentro terapéutico 2/7

1. El dolor expectante. La matriz del encuentro terapéutico

“Nosotros somos un coloquio. El ser del hombre se funda en el lenguaje, pero eso auténticamente acontece sólo en el coloquio, mas ¿qué significa, entonces, un coloquio? Evidentemente, el hablar juntos de algo. Es así que el hablar hace posible el encuentro. El poder escuchar no es una consecuencia que se desprenda del hablar juntos, sino que, antes al contrario, es su presupuesto”  Martín Heidegger


Como bien nos muestra esta cita de Heidegger, hablar y escuchar juntos desprende un lenguaje que hace posible el encuentro. Pero lo que convierte al encuentro en un encuentro terapéutico es el hecho que el lenguaje que ahí se manifiesta contenga o conduzca elementos destinados a aliviar el dolor o aflicción que sufre el paciente. En efecto, en el encuentro terapéutico existen dos personas con las funciones bien delimitadas, el terapeuta y el paciente: el que se asume la responsabilidad de portar alivio, y el que sufre o padece algún tipo de dolor psíquico. El lenguaje usado en el encuentro terapéutico tendrá  forzosamente que ver, pues, con la dimensión del dolor del paciente, con esa expectación con que terapeuta y paciente despliegan su habla para buscar vías que aligeren o palíen el dolor psíquico del paciente.

Sin lenguaje, pues (sin habla y escucha), no puede hablarse de encuentro. Pero sin dolor psíquico, el encuentro no puede denominarse un encuentro terapéutico. Por consiguiente, el lenguaje, en psicoterapia, estará atravesado una y otra vez, tanto en el habla como en la escucha, por la faceta del dolor. Y ese atravesamiento podrá mostrarse tanto en la forma del lenguaje como en el contenido, tanto en lo aludido explícitamente como en lo eludido y que se deja ver sólo como supuesto. El dolor psíquico, ese dolor expectante (esa espera o esperanza de que se dé lo terapéutico) es el fundamento del encuentro del que estamos hablando, su factor base constitutivo, el elemento respecto del cual se afianzará o no la psicoterapia a lo largo de su complejo proceso.

Bien, lo que queremos decir con estas formulaciones es que el dolor está siempre presente en el encuentro terapéutico, en el lenguaje de ese encuentro, siendo su máximo protagonista. Pero ese protagonismo no depende de las palabras. En realidad, el lenguaje mismo es algo más que palabras. Puede ser sentido, semántica, todo lo que, siendo prevalente en las construcciones verbales, precediéndolas incluso en ocasiones, no tiene que ser nombrado. Queremos decir que el dolor puede mover el lenguaje y darle una cierta coloración, una cierta tonalidad, una cierta ritmicidad o una cierta velocidad, sin afectar a los elementos verbales en particular con los que se construye. Usando una vieja definición, podría decirse que el dolor, cuando no es visible directamente en los contenidos mismos del discurso, se presenta en el lenguaje en una vertiente general,  impulsando su movimiento en una cierta dirección de estilo.

Eso lo debería saber el terapeuta. Debe saber que el dolor expresado y que el dolor impreso tienen idéntico peso en la vivencia del paciente, debiendo escuchar y atender a ambos por igual. Es más, cabría interrogarse si una falta de concentración en el dolor impreso (cosa que puede verse como un cierto empecinamiento en relevar sólo lo expresado, intentando una y otra vez que el paciente exprese su dolor en palabras) no pueda acabar por afectar dramáticamente a la dimensión misma de la cura, a la esencia misma de su profesión de terapeuta. 

En efecto, es bien sabido que para llegar a ser un psicoterapeuta, es necesario conocer en primera persona la dimensión de paciente. El llamado análisis previo del terapeuta tiene como fundamento, más allá de la patología, reconocer los núcleos de dolor instalados en su psique, en la idea de que ese reconocimiento pueda ayudarle en su tarea durante el proceso terapéutico, disminuyendo las posibilidades de contagio y de proyección. Y esos núcleos de dolor, en muchas ocasiones estarán impresos en la personalidad, ocultos en las variadas vicisitudes de la historia personal, o bien celados en la disposición a convertirse en terapeutas. Esos núcleos de dolor del terapeuta, si bien reconocidos (no necesariamente a través de palabras o en confesiones), quedarán impresos en su memoria, facilitando el reconocimiento general de que el paciente, cuando acude voluntariamente al espacio terapéutico, sabe ya mucho de su dolor, aunque no siempre decida expresarlo mediante palabras.   

Consideramos esto un aspecto crucial del encuentro terapéutico. Lo expresado y lo impreso siempre deberán encontrar una ecuación compatible con las necesidades de equilibrio de cada personalidad, pero debemos suponer que la personalidad del terapeuta se haya convertido en más plástica, en más flexible, gracias a la experiencia que se recaba del análisis personal, de su proceso didáctico, y del encuentro terapéutico con cada paciente. Y muchas veces esa flexibilidad adquirida hallará su medida en la capacidad de escuchar y comprender el lenguaje del paciente como procedente, por mucho que las palabras de éste se distancien de ello, de las dimensiones más profundas del dolor, un dolor que, a mayor inexpresión, mayor impresión y más expectación va a producir en la psique del paciente.

La “demanda terapéutica”, entonces, se desarrolla siempre en el lenguaje. Sólo que unas veces se expresa directamente como un reconocimiento del dolor y una petición de ayuda, y en otras ocasiones la encontramos gravitando en el lenguaje como formas de estilo, impresas profundamente en los lugares más recónditos de la psique y en espera de nuestra participación.

Si así lo entendemos, si somos capaces de recoger el dolor del paciente como lenguaje fundador del encuentro terapéutico, independientemente de sus formas de expresión, probablemente habremos soslayado una buena parte de los “encontronazos” que pueden acompañar al choque de psiques que establece la psicoterapia. (Clic aquí para pasar a 3/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.


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